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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Desdén del dogma

Jordi Gracia

Hacia el final del libro llegan las páginas más vibrantes de un ensayo que rebaja la dosis de combatividad en favor de la divulgación literaria y estética con un fin explícito: pespuntear con algunos ejemplos antiguos y próximos la secuencia histórica de una actitud intelectual particularmente sugestiva, aquella que asume con lucidez la distancia entre el ideal (estético, político, ideológico) y la vida como experiencia y biografía, como espacio en el que dirimir la colisión entre ideal y realidad. Al amparo de Isaiah Berlin ha redactado Ridao la defensa de una "libertad que no consiste en encadenarse a ningún ideal, sino en poder desentenderse de él" y por tanto también la defensa de una literatura española y europea que "abogaba, en efecto, por reconocer y transigir con las impurezas de la vida en relación con el ideal", quizá porque es la única vía para desactivar el fanatismo ideológico y fundar así alguna forma pactada de acuerdo. O cuando menos de protección capaz de minimizar los costes potenciales del éxito de cualquier pirado (sobre todo pirado de fábrica ideológica, que suelen acabar en pirómanos descontrolados).

ELOGIO DE LA IMPERFECCIÓN

José María Ridao

Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.

Barcelona, 2006

231 páginas. 16 euros

Este Elogio de la imperfección habla de aquellos que accedieron a romper la norma, la regla, el código que fuese, en favor de la necesidad sentida como propia y vivida, sin que de esa consecuencia se derivase una nueva norma o una nueva radicalidad sino una disidencia, una tesela más del ancho y feliz mosaico de la heterodoxia. Se enmarca el libro en un sutil e inteligente uso de una acuarela de Durero -esa difusa Visión de pesadilla de 1525 que evoca matemáticamente un hongo devastador de nuestro tiempo- y revisa con brevedad y sensatez los desvíos y disidencias que algunas otras veces han sido tratados y son muy queridos por el autor (y por gran parte de la historiografía literaria y cultural más despierta): del impulso erasmiano que pueda animar a Cervantes y que toca al Lazarillo hasta la reinterpretación capital que de él hiciera Américo Castro y las secuelas en la obra ensayística y novelesca de Juan Goytisolo, pasando por los desnudos de la pintura renacentista (poblados de legitimaciones religiosas y líquidos de pura sensualidad erótica) o la obra misma de Rabelais. No hay ambición alguna de descubrir territorios ignotos ni hipótesis descabelladas sino un uso casi siempre irreprochable de las lecturas y las interpretaciones más fiables a propósito de algunos nombres mayores de nuestro pasado literario. Y de ligarlos a la tesis central del ensayo se trata: cuando relee las Cartas marruecas o La Regenta invita a resucitar la huella de Cervantes en Cadalso, en Clarín o en Galdós; la lectura que propone de Tiempo de silencio tampoco es original pero es pertinente al hilo de su argumento central (y al de la historia cultural española), y la ampliación del enfoque sobre Manuel Azaña es compartida por la mayor parte de estudios sobre él pero no estorba repetirlo cuando se escribe fuera del redil de expertos y se aspira a alimentar el imaginario del lector culto, permeable y poco rutinario (por supuesto muy lejos de los departamentos universitarios afines). Su prosa está, como lo estuvo en el más batallador Contra la historia o el más lírico El pasajero de Montauban, libre de retóricas prolijas y jeroglíficos para iniciados porque aspira a aumentar, si se me deja decir así, la lucidez crítica sobre nosotros mismos y, sobre todo, contra nosotros mismos cuando pensamos desde la tentación del dogma: de eso tratan también sus páginas sobre la mutación de la mirada de George Orwell años después de haber redactado Homenaje a Cataluña y con eso juega la divertida relectura de algunas novelas de Julio Verne casi con los mismísimos ojos del Flaubert de Bouvard y Pécuchet.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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