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Columna
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La calle

Como bien saben los detectives privados de las novelas, la calle es una fuente de sabiduría mucho más profunda que cualquier universidad, pero sin títulos homologados. Para entender por qué, a mí me basta con elevar el espinazo sobre el escritorio desde el que estoy redactando este artículo y contemplar las aceras mojadas por las que circulan parejas tomadas del brazo y a dos vecinos que acaban de saludarse al bajar la basura junto a su portal. Juan de Mairena definió así el objeto de toda poesía posible: lo que pasa en la calle. Si uno se queda en casa con su pila de libros por delante y el aparato en el que de vez en cuando incluye ese mismo disco que los oídos están saturados de escuchar, no cuenta con más alternativa que enfrentarse al laberinto y al espejo, igual que en un cuento de Borges. La soledad del apartamento es el lugar propicio para el ombligo, para la exploración de la personalidad y el recorrido reiterativo de un idéntico pensamiento sin salida: permanecer en casa significa recordar hasta extraviarse a esa persona que mejor parece descartar, dedicarse a las minucias domésticas, confundir la vida con un espacio angosto donde el horizonte coincide con la cal de las paredes. Pero en el momento en que el talón toca el umbral las cosas cobran un color distinto y el destino parece acoger con menos remilgos las ocasiones imposibles. Ver a la gente pasar, detenerse a escuchar una conversación a la que uno no ha sido invitado, espiar los balcones del edificio de enfrente donde el prójimo se deja arrastrar por el amor o la angustia enseña a menudo lecciones más frescas que los estantes de las bibliotecas, donde el polvo tiende a asentarse. Y, sobre todo, en la calle aguardan los otros: los oídos, las bocas y las manos que no nos pertenecen y sin cuyo auxilio nos resultaría imposible encontrarnos del todo, saber lo que realmente queremos o esperamos por debajo del lodo de las dudas.

Al fin y al cabo, todas las sesudas ideas que hoy se enseñan en las aulas tuvieron origen ahí, al cabo de la calle. Los griegos, padres de nuestros cerebros, fueron un pueblo extrovertido, amante del aire libre y los cruces casuales en cualquier esquina. Si dos individuos con barba y clámide no se hubieran detenido una tarde de hace una porción de siglos a conversar junto a una fuente o a la puerta de una barbería, hoy no existiría el diálogo, que es herramienta imprescindible para alcanzar cualquier certeza, por banal que resulte. Contando su vida a los amigos delante de una cerveza, el escritor ensaya todas las novelas que algún día surgirán de su pluma, y al ver saltar a las niñas sobre el elástico frente a los bancos del parque el físico intuye las leyes que gobiernan los cuerpos y alimentan las galaxias. A diferencia de los nórdicos, que prefieren resguardarse de la nieve en el interior de sus gabinetes, nosotros los mediterráneos hemos aprendido a relacionarnos en la calle, a mezclarnos con el hormiguero humano que nos rodea en el porche del bar y a la salida del médico. Está bien que la policía sea exigente con el cumplimiento de las normas y que sancione a aquellos sordos que no se han enterado de que llenar el pavimento de botellas vacías y montar melopeas estrepitosas a las tantas de la mañana no es el modo adecuado de convivir con los otros: todos podemos coincidir en que el de la botellona se ha convertido en un problema social de la suficiente envergadura como para requerir la intervención de una fuerza coercitiva que ponga fin a los desmanes de los inconscientes. Pero prohibir con el mismo golpe las reuniones en la calle, aunque sea con la excusa de sostener un vaso de licor en la mano, es una medida que llega más, demasiado lejos. Yo también considero desproporcionada, y aun contraproducente, la actuación de estos agentes que la otra noche la emprendieron a palos con la clientela de un bar de copas que se habían reunido a conversar junto a la acera en el centro de Sevilla. En ocasiones, beber en compañía no constituye síntoma de vandalismo y sería muy triste que aquí, como en tantos otros sitios antes, paguen justos por pecadores. Después de todo, la calle es la única escuela verdaderamente libre y gratuita con la que contamos.

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