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Columna
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El tren

Esta condición de navarro que tengo no es que me obligue a salir corriendo para comprobar in situ, pero in situ, in situ, si Navarra se está convirtiendo en moneda de cambio, ni tampoco para aplacar alguna clase de sed imperiosa con la contemplación del Amejoramiento. Ni siquiera experimento alguna clase de morriña navarra -me da miedo pensar en cómo tiene que sonar eso en puro dialecto pamplonica- que me impulse a bañarme en los céfiros del Reyno. No, no me pasa nada de eso, pero de un tiempo a esta parte tengo que subirme a bordo de La Roncalesa y poner rumbo hacia las tierras que me vieron nacer y que debieron de tener mucha presencia de ánimo para no quedarse ciegas. En fin, que voy con cierta frecuencia a Pamplona, ¿pasa algo?, y ahora que la naturaleza anda metida en las bregas del otoño, el viaje resulta magnífico.

Todo comienza en los altos de Berastegi, donde el autobús parece sobrevolar esa mezcla de oros, ocres rojos y verdes desfallecientes. Luego, allá por Azpiroz, la cadena de Aralar hace brillar sus herrumbres y los grises acerados de sus aristas, que parecen aún más vivas en estos límpidos aires de bochorno que se complacen en ponerle, además, un fondo tal vez de plomo para resaltarle el perfil. Camino de Irurzun. El otoño viaja a la par de la ventanilla casi para atorarse en las peñas de las Dos Hermanas, donde se exprime y se hace agua. Un lujo, vamos, y un lujo doble, ya que la autovía permite disfrutarlo desde la comodidad y la rapidez.

Sí, ahora viajamos por la maldita autovía de Leizarán y, qué curioso, todavía no he visto ninguna tropa de la OTAN, ya saben, aquéllas que, según los siempre bien informados muchachos de ETA y HB, vendrían a invadirnos, no se sabe si porque la carretera iba a estar terminada o para reprimir la posibilidad de que ellos pudieran pedir la independencia. Curiosamente, tampoco se observa que aquellos brutos contumaces que llegaron hasta el asesinato viajen por la carretera vieja como hubieran debido para ser siquiera un poco consecuentes, amén de para evitar los posibles tanques de la Alianza Atlántica, que, ya comprendo, tienen que hacérseles muy antipáticos. Pues ni por esas; al parecer, viajan como si tal cosa por esta abominable autovía sin siquiera vomitar (la verdad es que debido al trazado se solía vomitar más bien en la otra, la otra carretera, quiero decir). Pues bien, ahora la historia se repite. Y, como dijo aquél, lo hace en forma de dar risa. La muchachada de Otegi ha sido invitada a movilizarse -y ya se sabe que cuando dicen eso no se refieren a moverse, y mucho menos a irse- contra el tren de alta velocidad o TAV. Ahora con el TAV ya no vendrá la OTAN -para qué, si ya tiene la autovía-, sino algo mucho peor, la Globalización. Ya lo estoy viendo, cree uno que está esperando el tren que le depositará en Madrid, sí, ¿qué pasa?, en un tiempo muy razonable y con la mayor comodidad, cuando lo que se le echa encima es la Globalización con toda su crudeza y su poco respeto por los pasos a nivel.

En los caseríos, cuando los niños son traviesos, ya no se invoca al Coco ni a Mari, sino a la Globalización, ese ente concebido exclusivamente para oprimir a los vascos. Tendríamos que estar muy preocupados, es verdad. Yo me he fabricado una maqueta de la Globalización para ver qué temple tiene y comprobar si la puedo mantener a raya clavándole alfileres de vudú. He seguido también un cursillo para aprender a quitarme de la vía cuando llegue por el trazado del TAV, pero me he quedado un tanto desmoralizado cuando he visto las razones de Otegi para montar semejante pollo. Resulta que lo que menos importa es que se construya el tren o no -lo ha dicho-; lo que importa es que el personal se movilice. Y me ha dado por pensar si con la movilización se viajará más cómodamente que con el TAV, porque si no importa que el TAV llegue ni que con él llegue la Globalización y nos oprima, no sé para qué quieren que nos movilicemos. De puro hastío, ya me puesto a mirar el tren como las vacas.

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