De Moscú al infierno
SUSANA FORTES
Moscú está helado. Bajo un silencio de nieve he ido al antiguo monasterio de Novodievichi, situado en una colina, a orillas del río Moskova. Cada cual levanta sus altares donde puede. Que otros acudan corriendo a los barrios de moda con sus restaurantes iluminados o encaminen sus pasos hacia los shopping de la calle Arbat, por las nuevas avenidas del Moscú capitalista. Yo he elegido mi primer día en la ciudad para acercarme a este pequeño cementerio rodeado de abedules nevados donde está enterrado el escritor Antón Chéjov. Aquí los siglos se quedaron quietos con ese aire de abandono que tiene los escenarios chejovianos de amplios jardines descuidados con estanques y alamedas de tilos donde a veces puede oírse el sonido de un violín solitario.
No sé cuál es el origen de esta obsesión mía por las lápidas de escritores. Quizá todo empezó en París, hace algunos años, cuando un amigo chileno me llevó de la mano a dejar una rosa sobre la tumba del poeta César Vallejo. Su sepulcro parecía un altar de santería en el que había guantes largos de terciopelo dignos de Gilda, un cigarrillo con la boquilla manchada de carmín, una botellita de perfume caro y un lápiz de ojos con la punta recién afilada. Desde entonces sé que el alma de una ciudad la guardan sus muertos.
Al otro lado de la muralla roja que rodea el viejo cementerio moscovita, se alza el edificio donde la Zarina Sofía pasó los últimos años de su vida encerrada por su propio hermano, el zar Pedro el Grande. El tiempo permanece inmóvil y da la impresión de que es ella la que aún mira aterrada por la ventana el cadáver colgado de uno de sus colaboradores, ahorcado por orden del zar para minar su ánimo. El cuadro con esa escena se halla en la Galería Tretiakov y los árboles parecen los mismos abedules blancos que flanquean las tumbas.
Más allá de la muros que guardan el sueño de Chéjov, se extiende el invierno ruso con olor a carbonilla que cubre el cielo de esta ciudad incurable y gótica, de poetas y espías, en la que el pasado y el presente se cruzan en la cornea de un ojo de hielo.
Mientras yo dejaba una ramita de abeto sobre la tumba del escritor, el disidente ruso Alexander Litvinenko que investigaba la muerte de la periodista Anna Politkóvskaya, moría en Londres envenenado con una sustancia altamente radioactiva. Hubo una época en la URSS donde ser poeta significaba morir de un balazo en la cabeza por la propia mano. En Novodievichi hay una buena representación, no sólo de poetas, sino también de pintores, escultores, científicos... Muchos de ellos fallecían de un ataque al corazón según el Pravda y la ley del silencio se encargaba de lo demás. Durante la guerra fría los venenos letales estaban a la orden del día. Lo malo del polonio 210 que mató al ex agente ruso es que se trata de un material nuclear tan exclusivo que está fuera del alcance de cualquier mafia que no proceda de las propias alcantarillas del estado. Bajo un cielo encapotado la ciudad de las cúpulas de oro que albergó la melancolía de Chéjov ha estrenado un terror nuevo en el teatro de este milenio del desastre: la bomba nuclear prêt-à-porter.
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