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Columna
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Tropezar en la misma piedra

La primera ley de la tauromaquia también tiene vigencia en el mundo de la política. De la misma manera que el torero sabe que tiene que dejarle siempre una salida al toro, el dirigente político sabe o debería saber que tiene que evitar los callejones sin salida. Siempre tiene que actuar sabiendo que debe dejar una puerta o por lo menos un resquicio por el que poder escaparse si, llegado el momento, no puede continuar manteniendo la posición que originariamente intentó hacer valer.

De esta regla tan elemental se olvidaron los dirigentes de la derecha española en el proceso constituyente, cuando AP era un partido muy minoritario, y se siguieron olvidando, cuando, a partir de 1982, tras la desaparición de UCD, AP dejó de ser un partido pequeño para pasar a convertirse en la única alternativa de Gobierno al PSOE. Hasta el congreso de refundación de AP como PP en 1989 no rectificaron el error constituyente en lo relativo a la distribución territorial del poder y se situaron en condiciones de poder competir con el PSOE con posibilidades de éxito, ya que ningún partido puede pretender gobernar un Estado sin aceptar su estructura territorial.

Incomprensiblemente, en la fase de reformas estatutarias que se abrió con la reforma del Estatuto de Autonomía para Cataluña, la dirección del PP ha vuelto a tropezar en la misma piedra. Y digo incomprensiblemente, porque el PP de 2005-2006 no es la AP de 1977-1978. ¿Por qué se ha empeñado en reaccionar de la misma forma? ¿Cómo es posible que, tras la experiencia de más de dos décadas de Estado autonómico, tras haber ocupado durante dos legislaturas el Gobierno de la nación y durante algunas más el Gobierno de bastantes comunidades autónomas, se pudiera deslizar la dirección del PP por el discurso catastrofista de la inviabilidad de la estructura del Estado y del riesgo cierto de ruptura de la unidad de España?

Menos se entiende todavía el empecinamiento en esa posición, una vez que la proposición de ley de reforma aprobada por el Parlamento de Cataluña fue modificada profundamente en la negociación entre la delegación de dicho Parlamento y la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados. La línea de escape que intentó esbozar Josep Piqué en el sentido de que las Cortes Generales habían hecho suyas buena parte de las propuestas que él había formulado en el Parlamento de Cataluña y que no habían sido aceptadas por los demás partidos, era inteligente y defendible sin perder la cara y habría permitido al PP sumarse al consenso reformador, como ha hecho después en Andalucía, evitando quedarse en una posición de fuera de juego que, en política, como en el fútbol, es la más estéril de todas las posibles.

Porque además, lo que venía después no es que se pudiera prever, sino que se sabía con seguridad que iba a venir. La reforma estatutaria andaluza estaba en marcha y el contenido de la misma no podía ser diferente del contenido de la reforma catalana. De manera distinta y en condiciones muy diferentes, en los procesos de reforma se iba a repetir y se está repitiendo lo que ocurrió en los procesos estatuyentes originarios. Se está procediendo de la misma manera que se procedió en el momento de la inicial puesta en marcha del Estado autonómico y de la misma manera que se habría procedido en los años treinta con la Constitución republicana sin el golpe de Estado de 1936.

Una vez que se aprobó por el Parlamento de Cataluña la proposición de ley de reforma del Estatuto de Autonomía, el proceso reformador resultaba imparable. El PP no disponía de recursos para pararlo, porque tampoco disponía de minoría de bloqueo en el Parlamento de Andalucía. Y después de Andalucía, vendrían todas las demás.

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¿Tiene algún sentido seguir manteniendo el recurso de inconstitucionalidad contra la LO de reforma del Estatuto de Autonomía para Cataluña? ¿Qué es lo que puede esperar razonablemente el PP de la sentencia del Tribunal Constitucional?

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