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Reportaje:

La fiesta familiar del 'heavy metal'

Iron Maiden reúne a 20.000 personas en el Palau Sant Jordi para celebrar la ceremonia del rock más duro

A diferencia de épocas pasadas, en las que su presencia era evidente, ahora parece como si no existieran, como si se hubieran difuminado en un paisaje urbano mucho más variado y abierto; pero de repente se anuncia un concierto de Iron Maiden y todo cambia. Se agotan la entradas para el Palau Sant Jordi y, como surgidas de la nada, casi 20.000 personas se reúnen para celebrar una vez más la ceremonia del rock más duro.

Había 20.000 dentro y un buen número fuera, soportando la humedad de la noche y con la decepción a cuestas por no haber podido encontrar ninguna entrada de reventa a precio módico. A pesar de ello corren las latas de cerveza y el consuelo de oír a sus ídolos en la lejanía, dado que la sonorización estaba bastante alta y los exabruptos vocales de Bruce Dickinson y los frenéticos guitarreos de Dave Murray escapaban por las paredes y llegaban al exterior.

El color negro lo llenó todo, predominando ostentosamente en los atuendos de los asistentes y en el escenario. El negro tiñendo una especie de fiesta familiar del heavy metal. Familiar porque el tiempo no ha pasado en balde, muchos de los viejos seguidores de la banda británica son ya consumados padres de familia y, como buenos guías, acuden a los conciertos con sus hijos, quienes, siguiendo el ejemplo, ya lucen las camisetas negras del grupo. Camisetas compradas en su mayoría a los piratas que las venden a la entrada, desparramadas por el suelo, a menos de la mitad de lo que cuestan en las tiendas de merchandising oficial: una camiseta legal cuesta 35 euros en el interior y su supuesta imitación se cotiza a 15 euros en el exterior con la posibilidad añadida de regateo y redondeo.

El ambiente en el Sant Jordi era familiar pero caldeado, y la media hora de retraso con que comenzó el concierto se vivió peor que mejor con constantes tandas de silbidos y abucheos que no parecieron dar prisas a nadie y aún menos al técnico, que se paseaba indolente de una punta a otra del escenario. Sobre las diez de la noche todo pareció cambiar de repente. La intranquilidad y el cansancio desaparecieron con sólo apagarse las luces del recinto. Un estallido de luz llenó el escenario y el enorme telón negro, que lo cubría todo, desapareció dejando al descubierto un desolado campo de batalla de cuyas trincheras salían pletóricos los seis integrantes de Iron Maiden.

A partir de ahí ya fue la locura, sana y perfectamente canalizada por una música de las que no dejan respiro. La banda se centró esencialmente en los temas de su último plástico A matter of life and death, que fueron recibidos como si se tratara de viejos himnos. Toda la iconografía bélica, siniestra y lúgubre, que rodea el disco fue desfilando por la gran pantalla que cubría el fondo del escenario. Delante de unas imágenes, que nunca llegas a saber de qué bando están, se fue desarrollando todo el ritual del mejor heavy metal. Carreras incesantes por el escenario, saltos, sorprendentes juegos de luces y, sobre todo, esa mítica y mitificada utilización de los monitores de escenario para apoyarse: ¿qué sería de un guitarrista heavy sin un enorme monitor negro en el que apoyar la pierna cuando realiza un solo?

Los nuevos temas de la virginal doncella de hierro entroncan directamente con su ya abultada producción (no olvidemos que la banda nació en 1978), y esa es posiblemente la única pega que se le puede poner a lo que fue un gran concierto: todo sonaba a conocido. A pesar de ello la actuación discurrió a un ritmo apabullante y contagioso. La voz de Dickinson rozó el escalofrío y de la guitarra de Murray salieron algunos solos notables.

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