Conversaciones sin acabar
Esta primera novela de Yasmin Crowther (Sussex, Reino Unido, 1969), La cocina del azafrán, es una historia de amor y una parábola sobre el exilio, una situación que padecen millones de personas y que, además de romper el hilo que le une a uno con sus ancestros, esa memoria histórica que moldea desde el paladar hasta la risa, tiene efectos devastadores sobre su sensibilidad. Maryam, que de adolescente vivía en un pueblo del Irán, o de la Persia, del sah y que era hija de uno de los generales de éste, se ve obligada a sufrir una humillación planeada por su propio padre, que así la castiga por haber manchado su honor, y luego a exiliarse a Gran Bretaña. Allí se casa con un inglés con el que tiene una hija y desde allí contempla cómo la revolución de Jomeini arrasa su cultura conocida. Después de cuarenta años sin hacerlo, decide regresar al pequeño pueblo donde nació, Mazareh, para recuperar algo de aquel tiempo: algunos parientes, un paisaje árido, los sabores y los aromas de ciertas comidas y a Alí, un criado de su padre que fue su único y verdadero amor.
LA COCINA DEL AZAFRÁN
Yasmin Crowther
Traducción de Encarna Castejón
Siruela. Madrid, 2006
272 páginas. 17,90 euros
La tensión entre su vida real,que es la inglesa, y la añorada, la que representa este rincón de su país, que es también la que enfrenta sus obligaciones con su marido y su hija y con los dictados de su corazón, sostienen esta novela que es más que la historia de un dilema sentimental o ético. El exilio, que le desposee a uno de una patria (una lengua, unas costumbres, unos sabores, un clima) para jamás llegarle a integrar en otra, y que le hace caminar por unas calles y soñar con otras, sentirse extraño no sólo ante los demás, sino ante uno mismo y hablar un idioma mientras se piensa en otro diferente, hace que cada segundo de la existencia del exiliado transcurra encima de un puente, el que conecta ambas orillas de su experiencia, que amenaza desvanecerse en el aire en cualquier momento. Quien vive una situación de pérdida tan absoluta tiene, como dice entre líneas Crowther, la sensación de que todas las conversaciones se quedan incompletas: la que emprende uno con los demás y consigo mismo, la que interroga al pasado mientras intenta sobrevivir en el presente, la que le llegan entre susurros procedentes de sus cuentos infantiles en medio de los gritos de sus circunstancias actuales. El exiliado no tiene con quién rememorar, con quién compartir el secreto de lo que no cabe en las palabras, y por eso estará solo hasta la muerte. Es contra esta fatalidad que se revela Maryam cuando aún le queda algo de tiempo para hacerlo, algo que intenta explicar a su hija -son conmovedores los diálogos de ambas cuando la segunda viaja a Irán a intentar convencerla de que vuelva al lado de los suyos, sin entender el fondo de este pronombre o las resonancias contradictorias que despiertan en su madre-, a su marido e incluso a su padre ya enterrado.
El azafrán, según se cuenta aquí, es el polvo de Irán, un crepúsculo encendido, la sangre que mana de una herida o la henna en los dedos de la madre. Son también las hermosísimas flores púrpura que crecen en una tierra abonada por excrementos de pollo, algo que aprovecha Crowther para afirmar que la belleza, la paz interior y el amor crecen en el solar donde se pudren sus contrarios, la fealdad, la culpa y el odio. El azafrán es, en esta novela cuyo título tendría que haberse traducido como La cocina azafrán o La cocina de color azafrán, el color del exilio y la llamada de la tierra natal, a un tiempo el horror de la pérdida y la promesa de una nueva oportunidad para ser feliz.
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