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Columna
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Apartémoslos

El debate actual sobre la educación no universitaria en España parece plasmarse en dos figuras a las que se les quiere presentar como contrapuestas: la del profesor y la del pedagogo. Buena muestra de ello fue el último debate dominical de este periódico sobre la autoridad en las aulas, en el que se nos ofrecían los artículos de un profesor, Ricardo Moreno Castillo, y de un pedagogo, Álvaro Marchesi. Sobra decir que el artículo más celebrado entre los profesores, al menos entre los que me rodean, ha sido el de Ricardo Moreno, en el que "se le llama al pan, pan y al vino, vino" o en el que "se dicen esas cosas que tantas veces repetimos entre nosotros". Jaleado, multicopiado y pinchado en los claustros, a mí me ha parecido un artículo de brocha gorda, y no me he abstenido de dar mi opinión, para pasmo de algunos y para autoflagelación propia. Lo considero, en primer lugar, muy autocomplaciente con la profesión, a la que exime de cualquier responsabilidad, por mínima que sea, en la actual crisis educativa. Es esa su ventaja para el aplauso frente al artículo de Marchesi, en el que se hace hincapié precisamente en el profesorado, en ningún caso para atribuirle algún tipo de responsabilidad delictiva, pero sí para requerirle una mayor adaptación profesional a las nuevas exigencias educativas -mayor competencia, en suma-, así como para demandar una mejor consideración social hacia su delicada tarea. Tampoco me privaré de decir que su artículo me ha parecido vaporoso en exceso y proclive a obviar una realidad que el artículo de Ricardo Moreno no ignora: la difícil convivencia de quienes, por las razones que sean, no aprenden con quienes podían aprender más de lo que lo hacen. Marchesi no nos ofrece una respuesta convincente a este problema; Moreno Castillo, por el contrario, nos da una respuesta contundente. Es por eso por lo que quiero centrarme en su artículo.

Afirma Ricardo Moreno que nuestro sistema educativo ejerce la violencia y la tolera. La ejerce sobre los alumnos que quieren estudiar, al permitir que otros alumnos se lo impidan, y la ejerce igualmente sobre estos últimos al obligarles a permanecer en un aula e impedirles que aprendan un oficio. Queda claro dónde reside el mal, del que nuestro sistema educativo se haría partícipe al consentirlo. Hay alumnos que no deberían cursar la secundaria y a los que convendría encauzar, ¡con doce años!, hacia el aprendizaje de un oficio que les garantizase un futuro profesional. La solución de nuestros problemas educativos no estaría, por tanto, en una mayor disciplina, ni en la revalorización del saber, ni el reforzamiento de la autoridad del profesor, ni en otras zarandajas que se plantean como remedios y que no son sino el resultado. El remedio es más simple, y consiste en extirpar el tumor del cuerpo enfermo, dando por bueno un fracaso escolar que aún se quedaría corto en sus cifras actuales e impidiendo el acceso a la enseñanza secundaria a un número considerable de alumnos que no deberían cursarla. Tan drástica medida quirúrgica -que sería además un regalo para los niños excluidos, a los que de esa forma ¡se les permitiría elegir su futuro!- haría posible que disciplina, autoridad y saber se impusieran por sí mismos sin necesidad de estimularlos. En conclusión, la obligatoriedad de la enseñanza escolar hasta los dieciséis años es un error, es el mal que gangrena nuestro sistema educativo. Un mal alimentado por los pedagogos, que tratan con sus métodos de salvar lo insalvable y sólo consiguen perjudicar a quienes no precisan de otro método que el despliegue transparente y revelado del saber.

En la pugna actual entre el cómo -el método de los pedagogos- y el qué -el saber que se muestra a sí mismo-, nos olvidamos con frecuencia del quién, un olvido que nos permite hacer trampas que falsean el debate. La pedagogía es una disciplina erótica, y seguramente no hay verdadera transmisión del conocimiento sin la presencia entre profesor y alumno de ese eros al que se ha solido referir George Steiner. Y en esa relación erótica, si es que el saber precisa de mediación humana para su transmisión, quien debe seducir es el profesor. He ahí el quién. Lo que los métodos pedagógicos pretenden es aliviar las deficiencias del eros pedagógico. Y es también sobre este último sobre el que nos ilustra la historia de Gógol, extraída de Almas muertas, a la que recurre Ricardo Moreno para ejemplificar su disputa entre profesores y pedagogos. El profesor ejemplar de Gógol -¿cuántos hay de esa especie?- arrastra al saber a todos sus alumnos, a todos, haciendo buenas sus travesuras. Lo que lo diferencia de sus sucesores, que introducen conceptos nuevos -más saber- y más orden, es la ausencia de vida de estos últimos. Entre el saber y los alumnos está ese otro quién. No debemos olvidarlo.

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