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Columna
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Un gallego en París

Gallegos universales hay bastantes, para gloria de nuestra tierra. Algunos, sin embargo, pudieramos decir que son, en cierto modo, más universales que gallegos. Porque la mayoria de quienes conocen la trayectoria o la obra de esas célebres personalidades ignoran a veces su galleguidad.

Un caso característico es el de Pablo Iglesias, pionero del socialismo, fundador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la Union General de Trabajadores (UGT). Todo un monumento. Emigró desde niño a la capital del reino, donde fue tipógrafo y efectuó sus principales actividades antes de fallecer, también allí, hace 81 años, el 9 de diciembre de 1925. Más de 150.000 personas acudieron a su entierro. Algo inédito. Muchos creen que ese audaz luchador social era madrileño. No es agravio, pero se equivocan, claro, ya que Pablo Iglesias era gallego, de Ferrol, donde nació el 18 de octubre de 1850.

Con motivo del aniversario de su muerte, pienso en él. Pues pocos gallegos saben que este ilustre compatriota, buen conocedor de la lengua francesa, anduvo por París en una ocasión dos veces memorable. Fue durante el verano de 1889, del 14 al 21 de julio. Justo cuando se celebraba el centenario de la Revolución francesa con una Gran Exposición Universal, y se estaba inaugurando, para glorificar el acero, material emblemático de la era industrial, una demencial obra de ingeniería: la Torre Eiffel.

Los de Pablo Iglesias no fueron sin embargo los únicos ojos gallegos que en aquella portentosa inauguración se vieron. Tomando apuntes para un librito de viajes (Al pie de la torre Eiffel), por allí andaba también, en aquel mismo tiempo, nuestra admirada Emilia Pardo Bazán. Y, acabada de llegar a la capital francesa con su nuevo espectaculo, allá se encontraba además la joven Carolina, la Bella Otero, deslumbrada por tanta luz eléctrica y reclamada a gritos por millonarios acudidos a la Gran Exposición. No deja de ser insólito que tres de los más universales gallegos hayan coincidido en el mismo instante en idéntico lugar tan lejano de su patria.

Pero además, junto con su amigo francés Jules Laforgue, nacido en Santiago de Cuba y yerno del mismísimo Carlos Marx, Pablo Iglesias estaba participando en un Congreso socialista. En realidad se habían reunido, esos días, dos Congresos Internacionales convocados por dos fracciones opuestas del movimiento obrero. Él intervino en el Congreso marxista que acordó, con apoyo de representantes de 23 países, organizar nada menos que la Segunda Internacional. La misma que, en esa ocasión y con el voto del dirigente socialista gallego, aprobó la histórica decisión de celebrar, cada año en día fijo, una manifestación internacional para exigir la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas. Siguiendo una idea de la American Federation of Labour, que deseaba recordar la gesta de "los cinco mártires" obreros de Chicago, Pablo Iglesias y sus camaradas eligieron la fecha, desde entonces tan simbólica, del Primero de Mayo.

Con un clavel rojo en la mano, me encaminé hacia el edificio testigo de aquella decisiva reunión. Había sido, recordaba, en la calle Rochechouart, número 42, en la celebre Sala Petrelle. No la hallé.

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En su lugar, habitado por el olvido, un restaurante: Chez Juliette. Sonreí pensando a la vez en Pablo Iglesias y, por ese nombre de mujer, en el marqués de Sade. Asociando en un mismo homenaje al gigante socialista gallego y al gran revolucionario sexual, en un orificio del muro clavé mi flor.

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