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Columna
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Volver

Se trata de volver. Escarbar en la tierra hasta alcanzar los estratos más hondos y encontrar, en el fondo del fondo, nuestras primeras huellas, la impresión indeleble de nuestros cinco dedos de homo habilis, nuestro viejo carné de identidad todavía visible y descifrable. Volver a los orígenes, regresar a la cueva que nunca abandonamos. Descubrir que, a la postre, no nos fuimos muy lejos y seguimos allí, cerca del sílex, apegados al fuego, reproduciendo indefinidamente los signos primigenios de sorpresa y terror.

Cada vez que volvemos comprobamos que no nos hemos ido, que seguimos ocupando la cueva, la caverna de siempre, el abrigo de piedra del que salieron tantos trogloditas con títulos de Oxford (o diplomas de Deusto) bajo el brazo. Nuestro destino (dicen los pesimistas) es volver a la cueva. Y a lo mejor por eso nos fascinan, nos inquietan y encantan las cuevas. En la cueva de Praileaitz, en la cuenca baja del Deba, se han encontrado las pinturas rupestres más antiguas del País Vasco, realizadas hace unos 18.000 años según los expertos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Apenas anteayer, en el premagdaleniense, nuestros antecesores (¿o eran antepasados?) combatían el frío y el miedo en una cueva cerca de Mendaro.

¿Qué son 18.000 años de nada? Veinte años no son nada y un siglo únicamente representa un centenar de años, es decir, cinco veces nada. Salimos de la cueva de Praileaitz, nos dimos una vuelta alrededor y volvimos a casa. Aquí estamos, convertidos en probos ciudadanos. No hace falta esforzarse en excavar dentro de un yacimiento arqueológico para encontrar vestigios verosímiles de nuestra prehistoria. Una sala de vistas puede ser una cueva del premagdaleniense. En los últimos meses hemos vivido la experiencia arqueológica de los juicios por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el atentado contra Eduardo Madina o el secuestro de Aldaya, entre otros. Ha sido como entrar en una cueva. Asistir a la risa indiferente de los procesados ha sido regresar a la caverna y habitarla por unos minutos y salir tiritando de frío, el corazón helado. Los juicios nos obligan a volver, son caminos de vuelta. Son viajes de regreso, dolorosos, donde nos encontramos compañeros de ruta que no queremos ver y paisajes de mala memoria. No deberían ser un espectáculo dentro de una caverna. Ni un espacio de divulgación arqueológica. Pero a veces lo son.

Se trata de volver. Muy cerca de Vitoria se encuentran las excavaciones de Iruña Veleia, que nos han permitido o nos permitirán volver al siglo III y han propiciado, como siempre que afloran hallazgos arqueológicos, una polémica más periodística que científica. La inmediatez y la impaciencia del periodismo frente a la lentitud y la paciencia de las excavaciones arqueológicas. Se han hallado grafitos en los que pueden leerse inscripciones que dicen "blanco", "azul" y "rojo" en un posible protoeuskera que aventajaría en el tiempo de manera notable a las famosas Glosas Emilianenses. Y la que tal vez sea la primera representación de un calvario. Así éramos. Cristianos aún más viejos de lo que pensábamos. Várdulos y caristios hablando en vasco en época romana.

Volver, para no regresar nunca más, es lo que hizo la semana pasada el ex agente ruso Alexander Litvinenko. Asesinado por envenenamiento con polonio 210, un isótopo radiactivo mortal de necesidad, como una bomba atómica estallando dentro de las entrañas. Como volver a la Roma imperial, y de paso volver a las grandes novelas de espías de mediados del siglo pasado. Espías que surgen del frío y son asesinados sin piedad. Arqueología pura y venenosa. Da lo mismo que se mate con un hacha de sílex y con polonio 210. Sigue habiendo en el mundo emperadores, zares, generales, sicarios, gente dispuesta a todo por cualquier cosa, por cualquier causa supuestamente justa, por cualquier signo escrito sobre cualquier papel, sobre cualquier bandera, sobre la roca de cualquier caverna, en las paredes de una cueva como la de Praileaitz, en la cuenca del Deba.

El caso es que volvemos sin habernos marchado del todo, con nuestros sofisticados ordenadores y teléfonos móviles, dispuestos a disfrutar del espectáculo (denunciado hace poco por la Asociación para el Trato Ético con los Animales) de una pelea de carneros como las que organizan en Iurreta y Azpeitia. Un bonito deporte del premagdaleniense.

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