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Columna
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La política penal ante los incendios

La devastadora ola de incendios que asoló Galicia el pasado mes de agosto ha propiciado que destacados cargos políticos y cualificados profesionales del Derecho hayan solicitado diversas reformas del Código penal, que, entre otras medidas, van desde el consabido endurecimiento general de las penas hasta propuestas más concretas, como la agravación de la sanción del incendio imprudente o la tipificación ex novo del incendio provocado por imprudencia leve.

Sin embargo, a mi juicio, estas propuestas se aproximan mucho al paradigma de un Derecho penal de contenido simbólico o retórico, es decir, aquel que cumple una función que no tiene lugar en la realidad exterior, sino sólo en la mente de los políticos (satisfechos de dar la impresión de haber resuelto el problema) y de los electores (tranquilizados ante un fenómeno con respecto al cual están especialmente sensibilizados), y al que usualmente se recurre para enmascarar la ausencia de una adecuada política de prevención en sentido estricto (prevención en sentido criminológico), entendiendo por tal aquella que se orienta a las causas mismas del problema con el fin de neutralizarlo antes de que éste se manifieste.

Presupuesto ineludible de un Derecho penal legítimo en el seno de un Estado de Derecho es que toda norma que se pretenda crear se oriente exclusivamente a la función de proteger bienes jurídicos mediante la prevención de conductas delictivas. Ahora bien, para averiguar si las normas penales cumplen dicha función legítima de prevención, es requisito imprescindible llevar a cabo un exhaustivo estudio criminológico del fenómeno que se pretende regular, con el fin de que nos proporcione una tipología precisa y definida del incendiario y de los motivos que le llevan a delinquir.

Según nos ha revelado el fiscal jefe del TSXG, se ha encomendado a la policía judicial una investigación de todos los aspectos relacionados con la delincuencia incendiaria y en particular del alarmante incremento de los incendios del pasado verano, en el que, de una forma desconocida en años anteriores, los focos de fuego aparecieron en lugares estratégicos: zonas próximas a núcleos urbanos y principales vías de comunicación.

Sin embargo, de momento no contamos con muchos datos para fijar una política criminal adecuada, dado que con respecto a los cerca de 11.000 focos de fuego producidos en siete días tan sólo se ha podido practicar menos de un centenar de detenciones, la mayoría de las cuales se reparte entre personas que han actuado con imprudencia o que poseen alguna minusvalía psíquica, relacionada habitualmente con la demencia senil, la piromanía, el alcoholismo o las toxicomanías, y que, según ha reconocido nuestra fiscalía, en algunos casos son instrumentos de un autor mediato o de un inductor desconocidos. Obviamente, esta muestra no puede ser generalizada, puesto que parece lógico suponer que son precisamente sujetos de estas características los que pueden ser descubiertos con facilidad y que, en cambio, no son ellos los autores de los incendios más graves (los que generaron un peligro para la vida y la salud de las personas o causaron grandes daños ecológicos y patrimoniales), que, a la vista de las circunstancias antes mencionadas, forzosamente deben ser atribuidos a una delincuencia intencional y dotada además de un cierto grado de planificación y organización.

Únicamente cuando tengamos un diagnóstico certero de todos estos aspectos podremos extraer las conclusiones necesarias para adoptar una política criminal adecuada. Sin dicho diagnóstico resultaría aventurado proponer posibles reformas de la ley penal, aunque, con todo, algunas de ellas pueden descartarse ya de antemano, habida cuenta de que, aun admitiendo a efectos meramente dialécticos que se pudiese llegar a demostrar una necesidad preventiva de incrementar penas o crear nuevas figuras del delito, una política criminal legítima exige además respetar los principios fundamentales que limitan el poder punitivo del Estado, señaladamente el principio de proporcionalidad.

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