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Columna
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Banquero de los pobres

Imagínense un paisaje aromático atestado de saris: calles bifurcándose en el rabo de una vaca, polvorientos tenderetes de mercado, autobuses desvencijados con tanta gente en el techo como en el interior, taxis-bicicleta de colores chillones, gallinas, perros callejeros, niñas descalzas con cántaros de agua a punto de ser embestidas por el conductor del rickshaw y escuálidos hombres del té, llevando una bandeja con tazas de arcilla sobre la cabeza en un equilibrio imposible. Estamos en Dhaka, capital de Bangladesh, un país que formó parte del imperio británico y que luego se desgajó de la India desfibrándose en una miseria de difuntos vivos. Aquí, en un pequeño cobertizo con chapa de zinc, sin luz ni teléfono, empezó hace unos años la última utopía moderna para acabar con la maldición más antigua de la humanidad. Hubo en el pasado otros intentos de poner freno a la pobreza. Contra esa bestia negra lidiaron todos los socialistas utópicos y los científicos, desde Saint Simon a Marx. Pero a diferencia de ellos, Muhammed Yunus se planteó la cuestión en el corazón financiero del sistema a través de un banco llamado Graneen, aldea en bengalí.

Decía Josep Pla con su exquisita ironía que "los banqueros son unos señores que te prestan el paraguas cuando hace sol, ahora bien, si llueve, ya es un poco más difícil". Pues bien, este visionario catedrático de economía y premio Nobel de la Paz se ha especializado en prestar paraguas cuando caen chuzos de punta. No se trata de practicar la caridad, porque la limosna humilla y rebaja la condición de las personas, como demuestran más de dos mil años de prácticas religiosas, sino de un sistema de pequeños créditos, sin necesidad de garantía, que permite a la gente salir adelante con dignidad. Gracias a este proyecto, miles de mujeres bengalíes han conseguido realizar el sueño de la lechera con un final feliz, como Nurjaham, que con su primer crédito compró tres gallinas y montó un puesto de huevos en el mercado sentada sobre sus talones con un sari azul celeste. Hoy regenta un pequeño bazar en el centro de Dhaka, sin frigorífico, pero donde se puede comprar desde plátanos hasta pasta de dientes.

Hay gente que cree tener un ojo de lince para los negocios: oyen que una vaca agoniza en Inglaterra de una enfermedad desconocida y se lanzan como locos a comprar acciones de Pescanova. Son los mismos que piensan que sólo se puede prestar dinero a quienes aporten pruebas incontestables de poder devolverlo. Pero a veces el milagro de oro está delante de nuestros ojos sin que nadie repare, hasta que viene un tipo sonriente de pelo blanco con cara de despistado y camisa sin cuello y demuestra no sólo que es capaz de vencer a los tiburones en su terreno, sino que lo hace multiplicando los beneficios en un entorno empresarial infinitamente más duro que el de Wall Street. Imagino a Muhammad Yunus en la ventana de su despacho, en el piso octavo de un rascacielos de Dhaka, intentando cuadrar un balance por debajo de los tipos de interés como quien sabe que está escribiendo un poema a la luz del crepúsculo.

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