Sobre la junta de compensación
Unas palabras más acerca de La Catalana: parece que ya no quede nadie en todo el barrio, pero a la puerta del bar Los Chiquitos, único comercio que sigue abierto, aguardan dos motos de motocross, y dentro, tres jóvenes procedentes de otro barrio, aquí de incógnito, beben junto a la tragaperras, cuyas luces de colores alegran la penumbra mortecina. De vez en cuando se abre la puerta de la calle y se recorta a contraluz la silueta de un vecino, que a modo de buenos días, mientras empieza el descenso, grita: "Pepe, ¿hasta cuándo vamos a estar aquí?". Lo que quiere decir: ¿cuándo me darán las llaves del piso nuevo y me podré mudar de este montón de ruinas? Desde detrás de la barra el patrón, José Carrero, responde invariablemente: "¡Ah, ésa es la pregunta del millón!". En el barrio se respira una impaciencia de fechas fijas, se piden pronósticos, que luego no se cumplan es lo de menos. Es que la incertidumbre cansa. Y más cansa aguardar algo cuando no se sabe qué es exactamente, ni cuándo se producirá. Carrero, que es un hombre serio y cabal, de los que pueden dormir sin hacerse reproches, y además presidente de la asociación de vecinos, calcula y especula, más que nada por matar el rato, sobre cuánto tardará la inmobiliaria en reemplazar esta retícula de calles azotadas por el viento y aturdidas por el ronroneo monótono e incesante de los autos que circulan por el Cinturón del Litoral por bloques de pisos; bloques que dan impresión de orden, de claridad, de racionalidad, en los planos que Carrero despliega cuidadosamente sobre el largo mostrador: aquí, cerca de 1.500 viviendas; ahí, el hotel; allá, el área comercial, y esta zona que vemos pintada de verde serán jardines públicos, que llegarán hasta la orilla del Besòs.
El río condenó las casas de La Catalana, donde entraba periódicamente, desde la década de 1960: todas las cañerías desaguaban en el Besòs y cuando había riada el agua subía por las cañerías, irrumpía en las viviendas y se llevaba cuesta abajo cama y aparador, estanterías y televisor, y la mecedora. La gente empezó a mudarse a la otra orilla. Y lo que las riadas comenzaron lo terminará la modernidad: las fuerzas de la razón, de la democracia, del capitalismo, del espíritu práctico, técnico y sistemático, demolerán este constructo arbitrario e informal impregnado de vida, que se deshace como pastel de gelatina, y en su lugar levantará bloques robustos y rectangulares, para bien de todos, pues al fin y al cabo, ¿qué de valioso, qué de significativo se pierde con estos degradados paisajes urbanos? Yo me lo pregunto, porque algo especial tienen, pues no hay quien los visite y no regrese impresionado como de un territorio del espíritu, con imágenes harapientas que no alcanzan a componer un sentido ni articular una alegoría: sobre el rectángulo de cemento de un solar, dos palos sosteniendo una cuerda de ropa tendida. En la esquina encalada de una calle lateral, el rótulo pintado a mano con pintura azul y letras desiguales que dice: c/ UnIVerSo. Ventanas cegadas. De un semisótano asoma inesperadamente un hombre, como un topo posnuclear, arrastrando chatarra. Luego un majestuoso 4x4 dobla la esquina, se detiene y el conductor se asoma a la ventanilla y pregunta: "Oiga, ¿es usted de la junta de compensación?" Perdone, ¿puede repetirlo? "Que si es usted de la junta de compensación". Quizá lo que sucede es que, con coquetería pueril, buscamos lo decadente, como quien disfruta pasando miedo viendo películas de terror en la apacible seguridad de su casita; lo admito. Pero también podría ser que estos lugares ricos en carencias, en vacíos, en ausencia y a punto de alcanzar la invisibilidad representasen mejor que otros la parte más importante de nuestras vidas, compuesta, precisamente, por lo invisible: nuestras emociones, pensamientos, recuerdos, ensueños y nuestros amores ausentes. He hojeado Mi Europa, donde Yuri Andrujovich levanta un catálogo de ruinas esparcidas por el solar de Galitzia, que incluye miríadas de fósiles incrustados en el lecho de un océano seco, y el esqueleto de un monstruo prehistórico, y las ruinas malolientes de un castillo en los Cárpatos, y un observatorio astronómico con todos los cristales rotos, con botellas vacías y envoltorios de plástico al pie de los muros demolidos, y un búnker de la segunda guerra mundial no menos maloliente, pintarrajeado de graffiti, y con tales materiales el autor se propone construirse un pasado a medida, unas raíces, una "identidad", una "patria", palabra triste. Pero en esas páginas no figura La Catalana.
La ría de Bilbao, con sus astilleros desguazados, su maquinaria herrumbrosa, sus grúas tumbadas sobre charcos de fuel, sus cascos de buques y barcazas varadas en canales ciegos, de los que asomaban raíles torcidos, sirvió como excusa y paisaje sentimental para cuatro espléndidos libros de versos de Iñaki Ezkerra, que no se cansó de describir con inspiración y elocuencia ese territorio último, hasta que lo urbanizaron y banalizaron y llenaron. Ahora existe en la forma de un rosario de sonetos. Pero al barrio que nos ocupa no le dedicó ni un verso.
Si de mí dependiera no tocaría La Catalana. Dejaría que el viento llevase de aquí para allá las semillas de los árboles que abundan en sus jardines para que brotasen más árboles y fueran creciendo, ignorados, en el interior de las casas, hasta que su empuje fuera reventando los techos, y desplegasen sobre las tejas sus copas magníficas: árboles asomando de las casas, como en una fantasía de Magritte, o como en el real y alucinante pueblo rumano de Lindenfeld, cerca de Timisoara, cuyos vecinos, de origen alemán, lo abandonaron de grado o a la fuerza, como cuenta en su novela homónima mi amigo Ioan T. Morar, que ayer con un golpe de suerte se iba a convertir en un hombre rico... Quién sabe si a estas horas ya lo es. Tengo que llamarle... Volviendo a Lindenfeld: algunos de los vecinos de ese pueblo fueron enviados a Siberia, otros forzados a emigrar al sur de Rumania, y algunos otros, los más afortunados, se los compró al Estado totalitario la república federal: el precio de un varón era 2.000 marcos, y para borrar el rastro de la infamia el pasaporte, el anhelado pasaporte debidamente cumplimentado con sus sellos y firmas y visados y garantías de libertad, no se lo entregaba ningún funcionario, sino una gitana con grandes aros en las orejas, en un sórdido despacho en las afueras de Timisoara... Ver esos árboles brotando de las casas de verdad que impresiona. Pero en "Lindenfeld" no aparece La Catalana.
museosecreto@hotmail.com
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