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Columna
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Montilla en sus zapatos

Los días de los grandes debates, el Parlament es como una muñeca de porcelana. Bello, solemne, distante, quizá frágil, ajeno a las cuitas políticas que lo pueblan, a la feria de vanidades que lo sobrecarga. Difícilmente encontraríamos un festival del ego más notable que el que se produce en un espacio cerrado repleto de periodistas y políticos, todos marcando los tiempos del tiempo que vivimos, perfectamente metidos en su papel de líderes de algo. A veces me sale un extraño sarpullido, como una alergia dérmica, cuando contemplo esa bacanal de soberbia, tan propia de las dos profesiones a las que he dedicado mis anhelos, pero, como dice un amigo, ¿quién que no se ame mucho, puede ofrecerse como político? Aún se aman más los periodistas, diría en un ataque de osadía, pero no sé, tanto por tanto, lo cierto es que ambas disciplinas necesitan de una alta autoestima para sobrevivir en la jungla. Y la jungla, que se viste de gala y se peina de domingo cuando hay debate de investidura, estaba el jueves muy excitada, no en vano protagonizaba uno de esos momentos que dicen que abre capítulo de la historia. Llegaba José Montilla pausadamente, a su ritmo, y la curiosidad morbosa se mezclaba con el cotilleo ilustrado que todo lo sabía del momento, del discurso y del personaje. En una de ésas, alguien de los que cuentan en nuestro pequeño mundo, me aseguró que Montilla haría un guiño a Maragall, después de haberlo decapitado, y otro afirmaba lo contrario, distancia, mucha distancia con la época anterior. Los dos, como es obvio, tenían razón, sobre todo porque ésa es la lógica de la política, cuando deriva de la lógica de la elegancia: enaltecer al predecesor, asumir su herencia y navegar hacia otros mares y otras orillas. Montilla hizo todo lo que todos los sabios habían previsto, y así se volvieron a casa más sabios aún y más encantados de haberse conocido.

José Montilla asegura que gobernará desde la herencia del catalanismo, pero sin abusar del lenguaje místico

Sin embargo Montilla, haciendo lo previsible, no lo fue nada, y por ello hoy, en este rato de balance, ante un ordenador impasible que recoge asépticamente mis ideas, expreso el buen cuerpo que me ha quedado después de oírlo. La verdad es que una no está acostumbrada a la humildad, sobre todo, si se proyecta desde la alta tribuna de la alta Cámara. El Rey salió desnudo y aparentemente, intentó protagonizar el hombre sin atributos que Robert Musil dibujó descarnadamente hace décadas. No era un político, no era un ideólogo, no competía en oratoria, ni estética, ni sabía reír, ni lo suyo era prometer o gesticular. Sólo era un trabajador de la política, nacido al albur de la cultura del trabajo que lo había formado. En alguna de las réplicas, y en un bello momento de defensa del catalán, ante un Piqué de magnífica oratoria y pésima ideología, incluso lamentó su mala dicción. Montilla aparecía como el reverso del líder, y bajando escalones en la espiral del ego, ese hombre menguante crecía por momentos. Reconozco que no me esperaba un Montilla tan crecido, tan puesto en el papel institucional que representará, tan creíble. Si su mala oratoria es ésta, que tarden en volver los tiempos del barroquismo y la retórica.

De todo lo dicho en las dos sesiones parlamentarias, me quedo con el debate más o menos solapado, pero intenso, que se ha producido alrededor de la cuestión identitaria. Dijo Montilla que su patriotismo está basado en los derechos y los deberes de los ciudadanos, habló de su concepción del catalanismo como cultura cívica compartida, y citó a Rafael Campalans: "la patria catalana quiere decir el grupo de hombres que viven en Cataluña y tienen una voluntad colectiva de convivencia y de progreso, vengan de donde vengan". A partir de aquí, una declaración de principios: no practicará un discurso identitario obsesivo, sino una acción de compromiso social. "Se hace más patriotismo gobernando bien, que haciendo mil proclamas". Amén, porque ése es el verdadero compromiso. Cuando ayer, en su discurso, Artur Mas intentaba dibujar un Montilla como simple gestor de una Diputación grande, y le reclamaba "alma catalana" a su alma social, demostró que no había entendido -o no había querido entender- la profundidad del mensaje. Haciéndolo, además, desde las filas de un partido que durante dos décadas usó el nombre de Cataluña para todos los barridos, pero luego lo barría en cada negociación de clase que cerraba -¿cuántas veces la Generalitat pareció el Consejo de Administración de alguna empresa?-, la increpación sonaba a burla. Pujol habló mucho de Cataluña, y su alma catalana es inequívoca, pero si era Jaume I cuando subía a Queralbs, se volvía la encarnación de Fomento del Trabajo cuando bajaba del puente aéreo. Exceso de retórica nacional, uso y abuso de los conceptos, Cataluña convertida en la pelota que tiraban a la cabeza del contrario, pero después, esa misma Cataluña se volvía invisible en una gestión de gobierno que, sobre todo, se movía por intereses bien tangibles y bien poco nacionales. Montilla asegura que gobernará desde la herencia histórica del catalanismo, asumiendo la antorcha de los míticos presidentes anteriores, con el reto de un país que es la patria, porque "es la Cataluña de los hijos y los nietos", pero sin abusar del lenguaje místico. Todo lo que oigo es, en este sentido, buena noticia. Si algo le hacía daño a Cataluña era hablar mucho de ella, manosearla en todas las ágoras públicas, dejarla tan desnuda que era presa fácil de los demagogos de la cruzada anticatalana, y, sin embargo, gobernarla de cualquier manera. Dejemos a Cataluña tranquila en lo esencial, y trabajémosla al detalle en lo tangible. No me cabe ninguna duda que, si eso se consigue desde una perspectiva de justicia social, de rigor y de transparencia, se hará un gran acto de patriotismo. Y si no, como mínimo no nos habremos perdido por los derroteros tortuosos y abruptos del mesianismo.

Algo para el final. Dijo Montilla que respetaba la historia, pero que no estaba condicionado a ella. Y remató: haré honor a la trayectoria del hilo rojo del catalanismo político. Autoridad moral, es la que intentará ganarse, para representar un país sobrecargado de liturgia, verbalizado hasta el delirio, más estético que terrenal, y sin embargo tan huérfano de liderazgo que quizás encuentre, en este rey desnudo, el traje de gala para hacerse mayor.

www.pilarrahola.com

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