A la intemperie
Frank Gehry es un mago. Puede hacer un garaje, una casa sobre un árbol, un museo de artes plásticas o una chabola y todo el mundo dirá, ¡ah, mira lo último de Frank Gehry! La modernidad se ve guapa en su espejo de titanio. A la modernidad le sienta bien ese aire destartalado. Hace poco al ver las imágenes de la fantasía que ha creado para Bodegas Marqués de Riscal en Elciego (La Rioja) y preguntarme qué hace una cosa así en un sitio como ese, recordé como un relámpago las palabras que Francisco Javier Sáenz de Oiza, el añorado maestro de arquitectos, me dijo una tarde de 1993: "Sigo pensando que nuestra profesión trata sobre la función ancestral de dar cobijo contra la intemperie". A lo largo de varias sesiones que terminaron en un libro práctico sobre arquitectura que a nadie le interesó yo insistía inútilmente en lo bello, y el maestro, muy en su papel de navarro, arremetía con lo práctico y me corregía una y otra vez: "Si hacemos un edificio que funcione a la perfección entonces será un edificio bello", sostenía con su mirada aristotélica. Supongo que los caldos de Elciego dormirán un sueño bello y profundo acostados bajo esa techumbre metálica que Gehry, aun a costa de repetirse, va repartiendo entre sus muchos clientes por el mundo. El efecto Guggenheim vale su peso en oro y cualquier bodeguero puede colocarse en la vanguardia de la noche al día e incluso encarecer el precio de la añada. Tiene un pasaporte noble y hermoso para hacerlo. Sin embargo, no se puede evitar deducir que los poderosos de nuestro tiempo necesitan, de Compostela a Kuala Lumpur, un puente de Calatrava, un metro de Norman Foster, un sanatorio de Moneo, una iglesia de Siza Vieira o un museo de Isozaki para pasar a la posteridad como los Médicis o los Borgia hicieron con su corte de artistas mantenidos.
¿Estamos pues ante un nuevo Renacimiento? Ni mucho menos. Nadie, absolutamente nadie, piensa en el arquitecto como el hacedor del refugio contra la intemperie, porque sería algo banal mientras una cantidad ingente del erario público se va en consagrar esos templos de un periodo laico tan bellos como vacíos de función y contenido. Pero la nueva fiebre constructivista que nos concierne presenta otros síntomas. Coinciden estas pretensiones renacentistas de los munícipes y gobernantes con el cálculo especulador sobre el territorio. En una cara de la moneda está Gehry pero en la otra Paco el Pocero; de un lado vemos la calva lustrosa de Jean Nouvel, del otro está el horizonte Marina D?Or. No obstante, el caso más emblemático que he tenido que analizar personalmente fue el legado que Manuel Fraga, muy a lo Mitterrand debe decirse, ha legado a los gallegos con A Cidade da Cultura en el Monte Gaiás y que se ha convertido en la patata caliente del Gobierno Touriño. ¿Qué hacer? Se preguntan los políticos abrumados por la megalómana superficie y costo del proyecto que el bueno de Peter Eisenmann, otra vedette renacentista, trazó en forma de vieira para obsequiarnos a los gallegos con más Jubileo ¿Qué hacer? Palidecen ante la idea de una hecatombe presupuestaria destinada a mantener el dinosaurio con vida.
En el fondo, hay un problema de sentido común, y no nos referimos al de Eisenmann, que afectará sin duda alguna cualquiera que sea el resultado ¿Por qué se crea una ciudad sin ciudadanos? ¿Por qué un escenario sin actores? ¿Cuál es la razón de un continente sin contenido? La mala conciencia lleva a pensar que la botella se hizo primero y luego llegó el vino, que la botella dio forma aquí al sueño del político más que a la satisfacción del bodeguero. Y es mal asunto rellenar un contenedor inmenso de esa mercancía llamada cultura, plantar la bodega donde no se sembraron vides. Aun así, no todo está perdido. La polis en construcción en el monte Gaiás debería forjar también el nuevo horizonte de las paradojas gallegas: habituados a la especulación debemos hacer cuentas con el pragmatismo. Nadie sabe a ciencia cierta adónde conduce el proyecto, ni siquiera los políticos, pero el dinosaurio sigue ahí, recordando que necesita una respuesta día tras día, apostado en la ladera como un gran rumiante de nuestra conciencia. Yo recomendaría algunas cosas por banales que parezcan: la primera que no llueva dentro, la segunda hacer un observatorio de tendencias que mire por un lado a la modernidad y por otra a la Catedral de Santiago, la tercera, más que dinamitar el Parque Jurásico, es alimentar al dinosaurio. Todo lo demás llegará si es que alguien de los que mandan por fin se propone dar cobijo a la intemperie. Hay mucha en la cultura.
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