ZP siempre gana
Desde que, el pasado 21 de enero, José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas formalizaron en La Moncloa su célebre pacto sobre el nuevo Estatuto catalán, la idea de que Rodríguez Zapatero deseaba ver a Mas investido como presidente de la Generalitat -idea alimentada por las más diversas fuentes políticas y mediáticas- fue adquiriendo valor de tesis y acabó por alcanzar categoría de dogma. Pero los dogmas están para ser revisados, y eso es lo que me gustaría hacer a continuación: examinar críticamente hasta qué punto el jefe del Gobierno español puso verdadero empeño en la entronización presidencial del líder convergente y en qué medida el desenlace que hoy se consuma -la elección de José Montilla- perjudica o no tanto a los intereses políticos del secretario general del PSOE.
Que éste, a lo largo del año en curso y una vez decidida la amortización de Maragall, considerase cómoda la hipótesis de una Generalitat gobernada por Convergència i Unió -ya fuese en solitario o en coalición con el PSC- es algo que resulta plausible. Ahora bien: si -según explicaba EL PAÍS hace un par de domingos- la voluntad del presidenciable Montilla de reeditar el tripartito era conocida en La Moncloa desde semanas antes de las elecciones, ¿cómo se explica la contribución sin precedentes de Rodríguez Zapatero a la campaña del PSC? Sí, por supuesto, había que guardar las formas fraternales y cuidar el segundo mayor granero de votos del PSOE pensando en 2007 o 2008. Pero ¿tanto? Si aceptamos la tesis maquiavélica del pacto secreto Zapatero-Mas, ¿no era una debilidad severa del socialismo catalán en las urnas la mejor garantía del cumplimiento de ese pacto?
Pasemos página y situémonos ya en el escenario poselectoral. Pese a la celeridad de las cúpulas de PSC, Esquerra e Iniciativa por amarrar una nueva coalición, pese a las ausencias trasatlánticas de Rodríguez Zapatero y de José Blanco, cuesta creer que el aparato central del PSOE -al que Montilla reiteró sus intenciones la misma noche del escrutinio- no pudiese hacer nada por retardar siquiera el parto del segundo tripartito. En enero de 2004, durante las horas álgidas del caso Perpiñán, hubo desde la madrileña calle de Ferraz ciertas llamadas a algún alcalde metropolitano del PSC sondeándole sobre la posibilidad de encabezar una futura candidatura del PSOE en Cataluña. Se trataba de una idea explosiva y peligrosísima, sí, pero reflejo del nerviosismo reinante en aquel momento. Pues bien, no hay noticia de ninguna crisis de pánico parecida durante los primeros días de este noviembre. Al contrario: consciente o inconscientemente, las ruidosas declaraciones antitripartito de los tres tenores del socialismo meridionalista -José Bono, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y Manuel Chaves- dieron a Montilla y a la Entesa en gestación una buena propina de legitimidad y de popularidad dentro de Cataluña. Por lo demás, la supuesta contrariedad del PSOE ante el nuevo escenario político catalán ha habido que leerla con lupa y auscultarla con estetoscopio.
Lo cual es, a mi juicio, lógico, porque ¿quién dice que a Rodríguez Zapatero las cosas de Cataluña le han salido tan mal? En cuanto al PSC, éste, sorprendido de su propia audacia al haber desafiado los deseos del padre y patrón, dedicará los próximos años a hacerse perdonar tamaña osadía y, por tanto, procurará crearle al inquilino de La Moncloa los menos problemas posibles, tanto de Gobierno a Gobierno como de partido a partido. El primer ejemplo lo tuvimos ya la semana pasada, cuando el PSC acató la última propuesta de reforma del reglamento del Congreso, que aleja todavía más la posibilidad de que el socialismo catalán tenga en Madrid grupo parlamentario propio. El pacto de noviembre de 2006 no ha cambiado la cultura política del PSC; éste, por puro instinto de supervivencia, ha hecho una apuesta táctica atrevida, pero eso no significa que los antiguos capitanes se hayan convertido al abertzalismo radical.
Desde su opción estratégica por la marginación de CiU, Esquerra tampoco se permitirá en un futuro cercano poner en dificultades a Rodríguez Zapatero, pues éste podría buscarse otras muletas. Aunque, de cara a la galería, los dirigentes republicanos digan tener "las manos libres en Madrid"; aunque practiquen malabarismos semánticos acerca de si ERC será aliada "estable", "preferente" u "ocasional" del PSOE, la verdadera doctrina la dictó, el pasado día 9, Joan Puigcercós antes de despedirse de los leones del Congreso: "Orden, serenidad y formas". Es decir, se acabaron las intervenciones en catalán para poner en un brete a Manuel Marín, las proclamas independentistas y otros gestos de provocación o estridencia desde la tribuna de oradores. "Vamos a trabajar con el PSOE", ha dicho también el secretario general de Esquerra; "ésta ha sido siempre nuestra voluntad. El problema ha sido cuando el PSOE nos ha dejado de lado". Si se portan bien, y sin Estatuto de por medio, eso no tiene por qué volver a ocurrir.
¿Y Convergència? Una vez que la federación nacionalista supere la rabieta y el duelo, ¿qué hará Convergència i Unió en Madrid? Pues, a mi juicio, hará lo que ha hecho siempre, lo que lleva inscrito en su ADN, lo que le dicta su gubernamentalismo congénito: mantener abiertos los puentes con el grupo del PSOE, presionar a veces desde el Senado, negociar enmiendas que la hagan sentirse aún influyente, mantenerse a la expectativa, por si a Esquerra se le cruzasen los cables... Lo que no hará es echarse en brazos del Partido Popular y confundirse con él, porque eso sería suicida, al menos mientras Mariano Rajoy no consiga liberar al PP de sus fantasmas. Y Zapatero -lo dijo el otro día en Tribuna Barcelona- mantendrá para CiU las puertas entreabiertas.
El domingo 6 de noviembre por la noche, Josep Lluís Carod Rovira justificó la apuesta de Esquerra por el tripartito en que -cito del titular de un diario barcelonés- "es la opción que no quiere el PSOE". No estaría yo tan seguro...
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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