Desertización urbana
Ha sido en Donosti, pero podía haber ocurrido en cualquiera de nuestras ciudades. El alcalde Odon Elorza ha lanzado la voz de alarma ante la lenta pero inexorable agonía que sufre el centro de San Sebastián. Y es que, en algunas calles, decenas de entidades financieras ocupan hoy el espacio en el que otrora abrían comercios y cafeterías. El resultado es que, por las tardes y durante los fines de semana, la vida languidece y el centro de la ciudad se vuelve triste e inhóspito.
Hace unas semanas, el Café Boulevard cerró sus puertas en el Arenal de Bilbao dejando tras de sí más de cien años de historia. Pocos días antes lo había hecho la pastelería Otaegui, en el centro de San Sebastián, en cuyo acogedor espacio las mesas de té serán sustituidas por los fríos mostradores de una entidad bancaria. En el caso del Boulevard bilbaíno las espadas están aún en alto, tras la ofensiva lanzada por el Ayuntamiento para proteger el local, pero no hay que ser demasiado avispado para sospechar que detrás del cierre está el interés de traspasarlo o arrendarlo por un precio más elevado, lo que anunciaría un cambio de actividad. Son tan sólo dos ejemplos recientes, pero sirven para ilustrar un fenómeno que viene de más atrás.
Lo cierto es que los precios de los locales en el centro de nuestras ciudades alcanzan cifras astronómicas, sólo al alcance de algunos negocios. Los cafés desaparecen y muchos comercios también. Además, no son pocos los bares y cafeterías que cierran durante los fines de semana, pues el grueso de su clientela está formada no por los residentes sino por los empleados y usuarios de actividades que sólo funcionan en días laborables. Por su parte, los cines se van a las afueras, a los insípidos centros comerciales en los que cada vez un mayor número de familias pasan la tarde de los sábados, a la espera de que comiencen a abrir también los domingos. En suma, que el paisaje urbano cambia a marchas forzadas, alterando la vida de la gente, y llevándose por delante muchas de las que habían sido referencias de varias generaciones. Y ante ello, las instituciones parecen mostrarse tan desconcertadas como impotentes.
Todo espacio público está sometido a múltiples conflictos entre intereses distintos. Y el centro de nuestras ciudades no iba a ser una excepción. Durante años, los Ayuntamientos han ido limitando algunos usos del suelo, fundamentalmente los relacionados con la hostelería, ante las reclamaciones del vecindario, a favor de una mayor tranquilidad. Pero ahora aparecen las dudas: ¿qué es preferible, soportar las molestias generadas por el ruido de las terrazas de las cafeterías o transitar por calles vacías a partir de las ocho de la tarde? ¿Sufrir los inconvenientes del tránsito que a veces produce la actividad comercial o contemplar la agonía de la vida ciudadana una vez que los bancos cierran sus puertas? Son preguntas que hoy surgen con fuerza y que obligan a las instituciones a replantearse algunas cuestiones. Se habla ya de limitar la apertura de algunos tipos de negocios, reduciendo al tiempo las restricciones actualmente existentes para la apertura de otros.
Preocupa que, si no se adoptan otras medidas, todo el dinero gastado en peatonalizar y embellecer el centro de nuestras ciudades no tenga, a la postre, más efecto que el de adornar los cementerios. "Donde hay comercio, hay vida", reza un eslogan del Gobierno vasco que repiten constantemente los medios de comunicación. Si ello es así, y las instituciones no lograr modificar las actuales tendencias, habrá que concluir que el centro de nuestras ciudades se encamina hacia una muerte dulce. Por si acaso, tal vez debamos ir preparándonos para ir, en alegre biribilketa -o mejor dicho, en jubilosa caravana automovilística-, a disfrutar del acogedor y bello entorno de los grandes centros comerciales. ¡Viva el futuro!
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