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Columna
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El 'síntoma Royal'

Josep Ramoneda

1. Ségolène Royal ha asestado un golpe a la cultura burocrática de los intocables barones de su partido que tiene algunos paralelismos con el que José Luis Rodríguez Zapatero asestó en 2002 a los albaceas del felipismo. Ciertas son las diferencias: Ségolène Royal ha goleado a sus adversarios después de una larga campaña basada en la conexión directa con las bases del partido que ocasionó una insólita movilización de los barones en su contra, hasta el punto de que Lionel Jospin salió de su exilio voluntario para tratar de cortar el camino a tan osada mujer. Zapatero, en cambio, ganó un congreso por nueve votos y su principal gesto de ruptura fue rechazar el pacto que el candidato oficialista, José Bono, le ofreció para repartirse el poder.

El Partido Socialista Francés (PSF), fruto de la unión de diversos grupos, personalidades y tradiciones, ha sido siempre un partido de tendencias, cuya guerra por el control del poder tuvo consecuencias letales al desaparecer François Mitterrand: la traición de Jean-Pierre Chevenement dejó a Jospin sin posibilidad de disputar la segunda vuelta de las presidenciales a Jacques Chirac; la traición de Laurent Fabius provocó una enorme crisis al arrastrar a buena parte del electorado socialista al no en el referéndum europeo. El PSOE, refundado por Felipe González después del paréntesis del franquismo, ha mantenido una tradición más unitaria; el papel de las tendencias lo han ejercido más bien las baronías territoriales, fruto del modelo de estado autonómico, pero casi siempre con lealtad al líder del partido. Pero aun con historias y tradiciones distintas, Zapatero y Royal han roto las inercias de dos partidos que tenían un triple problema de envejecimiento: político, organizativo e ideológico.

Los dos partidos se anquilosaron porque en tiempos de grandes cambios estaban más pendientes de mantenerse en el poder que de afrontar el desgaste ideológico y estructural que les iba convirtiendo en instrumentos poco adecuados para la sociedad que les correspondía gobernar. Tanto fue así que el PP del primer José María Aznar llegó a parecer a finales de la década de 1990 como un partido más moderno que el PSOE. Fue sólo un espejismo. Al perder el poder, encontrar las vías del cambio era fundamental para el regreso. Fueron necesarias en uno y otro partido unas cuantas experiencias fallidas (casos de Borrell y Almunia, fracaso de Jospin y referéndum europeo) para que la vía del cambio se abriera. Y ésta sólo podía llegar de algunos outsiders. Es el caso de Rodríguez Zapatero y de Royal. Zapatero no era un recién llegado al PSOE. Era un diputado leonés discreto, que apenas se había distinguido en sus años de parlamento, y que no tenía especiales ataduras con el núcleo duro del partido. Royal había sido ministra con Mitterrand y con Jospin, hasta que ganó la apuesta de su vida: desafiar a un barón de la mayoría de derechas -Jean-Pierre Raffarin- y ganarle en su feudo no contaba entre las opciones de futuro. Los cambios en los partidos, como muchos de los cambios del mundo, vienen actualmente de las periferias. Zapatero ganó un congreso negociando apoyos, Royal ganó de forma aplastante una votación con la neutralidad positiva de su compañero François Hollande y la apelación directa a los afiliados. Ambos han hecho trizas a toda una época de su partido. Y la prueba de ello es que en el PSOE apenas queda Alfredo Pérez Rubalcaba en primer plano entre los barones del felipismo. ¿Cuál será el destino de Dominique Strauss-Kahn y Fabius? Royal cuenta ahora con la ventaja de la que gozó Felipe González respecto a Mitterrand: puede aprender de los errores de Zapatero.

2. Podríamos dejar el análisis en este punto y considerar la victoria de Ségolène Royal como un simple episodio más en la cíclica renovación de los partidos. Pero Royal ha construido su éxito poniendo sobre la mesa las deficiencias de los partidos políticos y movilizando a los militantes con el señuelo de una mayor participación. Plantear los problemas es la primera condición para resolverlos. Royal lo ha hecho y la primera consecuencia ha sido que su partido ha tenido que innovar con una forma insólita de elección de candidato. Naturalmente, el éxito del procedimiento dependerá del futuro inmediato: si refuerza o debilita al PSF ante sus adversarios. El PSOE incorporó las primarias y, en la práctica, las abandonó de inmediato.

Algo hay que hacer, sin embargo, si no se quiere que triunfe la desafección absoluta de la ciudadanía en relación con la política y, por tanto, que reine la indiferencia en una sociedad cada día menos interesada en sus gobernantes. El mal Gobierno es el mejor complemento del discurso de descrédito del Estado que pretende la reducción de la política a la policía y, por tanto, la aceptación de que lo que tiene virtualidad normativa en lo esencial emana directamente del poder económico. Con la guerra contra el terrorismo -que pretende fundir la militar y lo policial-, hasta la geopolítica se convierte en geopolicía.

Los partidos son las piezas articulares de la democracia y, sin embargo, por lo general son organizaciones escasamente democráticas, herederas del centralismo democrático diseñado por el leninismo. Independientemente del grado de concreción de sus propuestas, Royal ha ganado su posición señalando directamente el problema de la participación democrática y del control del poder. Su éxito descalifica el discurso conservador que dice que a la gente sólo le interesa que le resuelvan los problemas. Precisamente para que se los resuelvan desea poder indentificarlos: decidir las prioridades y no dejar que éstas se determinen en campañas demagógicas orientadas a magnificar determinadas cuestiones y levantar ciertas alarmas para especular con los miedos de la ciudadanía.

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A las dificultades propias de partidos muy burocratizados que cargan con discursos ideológicos plagados de eufemismos y de palabras que ya no significan nada, hay que sumar los problemas identitarios de la izquierda. Royal -como Zapatero- acepta la realidad del paradigma liberal. Y aspira a moverse en él sin complejos. Pero eso obliga a la izquierda a renovar su arsenal con mensajes propios -suficientemente diferenciados de la derecha- que el electorado perciba como tales. Ante el vendaval conservador de los últimos años, la defensa de la sociedad abierta y de la optimización de las opciones personales de los ciudadanos es un camino. Zapatero lo ha recorrido con sus reformas en materia de derechos y costumbres y Royal también parece decidida a ello. Pero no es suficiente. Y además, contrasta con la tendencia a dejarse atraer por el poderoso imán del discurso de la seguridad y del miedo que impulsa la derecha. Es en terrenos clave como la inmigración, la gobernabilidad global, la sostenibilidad de lo humano, la educación y la seguridad en los que la izquierda se juega su identidad. La derecha afirma que la izquierda es débil en estos temas. Y a menudo la izquierda se lo ha creído, con lo cual en vez de defender un discurso propio, mimetiza inútilmente a la derecha. Para hacer lo mismo, la gente prefiere el modelo a la copia. A veces parece como si la izquierda se resignara a ofrecer una sola cosa a sus electores: la posibilidad de no votar a la derecha.

En estos tiempos de mudanza, los políticos tienden a agarrarse a los viejos valores: unos intentan hacer milagros con el nacionalismo y la religión; otros repiten las recetas de siempre sin querer darse cuenta de que ya nada significan. Pero hay cuestiones reales a las que por lo menos la izquierda debería pretender dar una respuesta: ¿Cómo crear confianza en la sociedad de riesgo? ¿Cómo asumir la nueva complejidad y heterogeneidad social? ¿Cómo optimizar el progreso tecnológico evitando fracturas sociales irreversibles? ¿Cómo garantizar la seguridad de los ciudadanos sin fomentar el secuestro de las instituciones democráticas en nombre de la seguridad? ¿Cómo ampliar las opciones de la ciudadanía sin romper los vínculos? Si la política no es capaz de encauzar este debate, el triunfo del dinero, el odio y la insolencia será imparable.

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