Los mil y un tesoros olvidados de la escuela española
El profesor Antonio Molero guarda en casa un fenomenal museo pedagógico
En 1882 España tuvo su primer museo pedagógico, que dirigió Manuel Bartolomé Cossío. Era, además, escuela de sordomudos, un centro de formación para profesores y de investigación escolar. Allí se diseñó, por ejemplo, el pupitre biplaza, pensando en la mejora de las condiciones fisiológicas de los niños y en superar la precaria situación laboral de los maestros en escuelitas sin mucho acomodo. Pasó por varias ubicaciones en Madrid y, como último recuerdo de aquello, su fabulosa biblioteca se conserva aún, al menos en parte, en la Residencia de Estudiantes.
Entrado el siglo XXI, España parece arrastrar todavía la penosa herencia de desprecio por la educación que se tejió durante la larga dictadura. "Es increíble que no haya un museo pedagógico nacional en este país. En Francia los hay por todos lados, hasta en los pueblos pequeños han sabido guardar la memoria de las antiguas escuelas", lamenta Antonio Molero, catedrático de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Alcalá de Henares. Él ha querido poner su granito de arena, pero ha crecido tanto que el local que compró a los pies de su casa se ha quedado pequeño para guardar los mil y un utensilios que tocaron las manos de maestros y alumnos anónimos. "Me interesa la intrahistoria de la escuela, los personajes que nadie recuerda. No quiero almacenar cosas, sino reconstruir la vida escolar, la vida íntima de la gente sin historia, de los maestros desconocidos; todo no van a ser teorías de los grandes pedagogos".
Los muchos cuadernos de maestros y alumnos servirían para hacer más de una tesis
Así que, al lado de sus maestros con mayúsculas, Cossío, Giner de los Ríos, también se pueden encontrar otros libros de pedagogía que ilustran el devenir educativo de este país. A Molero le interesan; y también a sus alumnos, que consultan en los estantes buscando el hilo conductor de la pedagogía española durante siglos.
Pero lo más llamativo son las cosas. Cientos de objetos que ha coleccionado Molero a lo largo de los años, regalos, compras en los rastrillos. Lo que él llama "esas porqueriítas tan deliciosas" no son sino un tesoro cuyo valor empieza a subir -"ya no es tan fácil encontrar esto a buen precio"-, pero allí están, sin que casi nadie lo sepa, sin que vean la luz, salvo en exposiciones esporádicas en las que se pide a Molero que eche una mano con sus utensilios escolares.
Bolas del mundo de madera, de cerámica, enormes mapas en relieve, desplegables, de cuando España se dividía en lo que ahora parecen extrañas regiones. Tinteros con faja de Francisco Franco, pizarras y pizarrines, labores de costura de las niñas, escudos de la República, de la Monarquía, del franquismo, cuadernos escolares, enciclopedias, juegos infantiles, pequeños y labrados braseritos para llevar al colegio, medallas para los alumnos más meritorios, escribanías de Filipinas, y muchos pupitres y sillitas originales. Molero adora la cartografía, por eso, entre todas estas "porqueriítas deliciosas" destaca su colección de mapas y uno de sus grandes tesoros, unos rodillos de caucho para imprimir una y mil veces en el papel mapas mudos de todo el mundo.
En este precioso y cuidado museo hay buen espacio para los juguetes, porque a Molero no sólo le interesa lo que ocurría en la escuela, sino el contexto social que rodeaba a la educación y el entorno de los niños.
Hay objetos de India, China, Francia, Inglaterra, Polonia, Portugal. "Porque, cuando los encuentras, quién se puede resistir a comprarlos", dice acariciando las pequeñas antigüedades con olor a tinta y a pizarra, a escolares de otro tiempo.
Los muchos cuadernos de maestros y alumnos que atesora Molero servirían para hacer más de una tesis, pero aún están por clasificar decenas de ellos. Son una guía imprescindible para definir con detalle cómo se trabajó en la escuela española década tras década, al amparo de unas leyes y sorteando con astucia otras tantas. Bajo el tablero de los pupitres de madera se encuentran también curiosos documentos, como el pliego de descargo de un maestro depurado con el franquismo, un detallado cuestionario donde el desafortunado docente debía demostrar al régimen que no había participado ni de palabra ni de obra en favor de la rebelión que Franco atribuyó a los perdedores.
Otros tesoros editoriales, de primorosas ilustraciones a todo color, de los que se servían los maestros para explicar a sus pupilos la flora, la fauna, los periodos históricos, la gramática o las cuentas, reposan en los anaqueles, limpios de polvo, entre tabas de cordero y ábacos. Un tesoro apiñado que daría para surtir a varios museos pedagógicos.
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