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Muere el mayor goleador del siglo XX
Columna
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El gran cañón

Los jugadores elegantes suelen tener una muerte sin demasiada peripecia. Nacen, se perfeccionan, se bruñen, llegan a lo exquisito y mueren como estrellas. Su luminosidad vertical se apaga de abajo arriba y su muerte asciende desde la base a la cima como un fósforo. Sólo los jugadores conformados como grandes bloques, ejemplares con más potencia que estilo, más piedra que zumo, caen levantando polvareda.

Puskas no ha muerto, sin embargo, de una vez. Ni explotando en un choque de carretera ni siendo la bomba fatal de un suicidio. Contrajo el Alzheimer hace años y en su manoteo sobre paredes y muebles fue dejando las huellas anticipadas de su recuerdo. Exactamente, mientras se evaporaba en su propia memoria la memoria deportiva se hilaba. No muere, por tanto, en medio de una consternación.

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La consternación tenía lugar este tiempo inmediato al contemplarlo. La colosal potencia de su fútbol lo había vaciado de casi toda munición. Y, en los últimos tiempos, apenas contaba con la escasa provisión para ser lúcido encarrilándose hacia el fin. Desconcertando seguramente a los más próximos de sus parientes como desconcertaba en el estadio a rivales y a compañeros.

Sus disparos fulgurantes le valieron el sobrenombre de cañoncito pum. Ni cañonazo ni siquiera pelotazo. Lo más espectacular pudo ser su potencia pero, a diferencia de un Roberto Carlos, por ejemplo, no tiraba a destrozar cuanto hallara a su paso sino a dejar el obstáculo indemne. El balón se colaba como enfilado en el tubo del cañón hasta hacer sentir que el espacio, aparentemente tupido, se hallaba perforado por una suerte de cilindro al que Puskas acoplaba la dirección del esférico.

Todo ello realizado sin la menor señal de esfuerzo o de exagerada aplicación. Soltaba la pierna y durante varias temporadas nadie consiguió soltarla igual. El tiempo ha mostrado, para demérito del modelo, que otros jugadores imitan a determinados maestros pero Puskas no pudo imitarse.

Goleaba a la manera de un artesano tradicional, un operario con oficio profundo porque aun siendo un milagro la factura de sus goles, cualquiera podía advertir que procedían de un aprendizaje autóctono y tradicional. Ningún maestro fue superior a él pero su maestría poseía la densidad de lo bien aprendido y madurado.

Su muerte alude a un deterioro cerebral pero qué otro destino podía esperarse de un conspicuo profesional que se gastaba en la descarga de cada disparo. De hecho la lenta y continua pérdida de su vigor mental se vio temporalmente correspondida por un injusto olvido oficial. Fue, en fin, tan fácil quererlo que su nombre ha permanecido tan intacto como si ahora mismo pudiera saltar al campo y recibir el gran clamor. Porque Puskas hace tiempo que pasó de ser un nombre de jugador para hacerse la denominación de un mito. Y hasta de un concepto.

Una pieza sin réplica en la historia del fútbol y una figura que, sin sustitución alguna, será el testimonio directo del fin de una época. El final incluso de una era tan eximia en la historia madridista que cualquiera de lo ocurrido posteriormente ha de mirar hacia arriba para recibir una cabal información sobre entrega, competencia y honor.

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