Calle de la Extranjería
Las calles de La Granada, Bosch y Guadalajara, adosadas a la calle de Balmes, deberían cambiar de nombre y llamarse calle del Pasaporte, del Permiso de Residencia y de la Extranjería. La cola de inmigrantes que, día y noche, crece y mengua en sus aceras, alrededor de la comisaría de policía, es una muestra de cómo, pese a su autocomplacencia, el mundo no ha resuelto algo aparentemente tan sencillo como no tratar a las personas como ganado. Pese a que este país cuenta con la mayor densidad de administraciones y chiringuitos burocráticos por metro cuadrado, algo tan imprescindible y necesario como regularizar la situación legal de los inmigrantes obliga a los afectados a someterse a la humillante, vergonzosa y sintomática experiencia de perder horas y salud en una cola interminable. La paciencia y resignación que demuestran los implicados es admirable, aunque alguno pone cara de pocos amigos, sobre todo cuando pasa por delante del taller de neumáticos de La Granada que lleva el inoportuno nombre de Goma.
La cola avanza lentamente y se observan algunas sillas plegables que denotan un sentido de la previsión más que justificado. La paleta racial es muy variada, y confirma que los movimientos migratorios, lejos de ceñirse a la imagen que retrata el sensacionalismo informativo, va mucho más allá de los límites subsaharianos. En estas aceras pueden comprobarse algunas de las consecuencias de la globalización, del exilio y del instinto de supervivencia combinado con la explosión demográfica. Hay que suponer que los que están en esta cola son los más privilegiados y que los que ni siquiera pueden permitirse el lujo de regularizarse siguen descontrolados y buscándose la vida. Aquí, en cambio, reina un orden y una convivencia muy significativa, que no enfrenta a chinos contra hindús y en la que pueden convivir paquistaníes con ecuatorianos, ucranianos con rusos y rumanos con macedonios. Qué remedio. Visualmente, algunas nacionalidades se traducen en determinadas prendas, como los famosos pañuelos palestinos o, en las mujeres, otro tipo de pañuelos menos revolucionario y más religioso. Conscientes de que la inmigración es también un mercado, algunos merodean por la zona para ofrecer sus servicios de gestoría, asesoría jurídica o telefonía. Una mujer, también inmigrante, reparte una octavilla publicitaria en la que se anuncian consultas legales de nombre tan inquietante como "arraigos" o "expulsiones". Sentado en el suelo, un ecuatoriano llamado Wilson espera su turno. Le pregunto si la cola se mueve y me responde con un desesperanzado "no" . Se le acerca otra mujer que le ofrece un contrato para teléfono, televisión e Internet por 51 euros mensuales y, después de preguntarle de dónde es, añade: "Tendrás dos canales de televisión de tu país". Un poco más allá, una chica lee un libro que parece el más adecuado para esta cola: Un lugar llamado Nada, de Amy Tan. "Aquí vamos a estar todo el día", le dice una sonriente madre a su no tan sonriente hija. Además del castellano, aquí tambien se hablan otros idiomas y entre los libros que lee el personal detecto caracteres chinos y cirílicos.
En el extremo positivo de la cola, a punto de entrar, se masca cierta impaciencia y que esté situada justo frente a una placa de Vado permanente parece una ironía del destino. En lo que se refiere al universo de la extranjería, de permanente, nada. Abundan los periódicos gratuitos, las bolsas, las mochilas, ropa pirateada de grandes marcas, teléfonos móviles, auriculares, carpetas que contienen impresos, contratos, escrituras y otras pruebas para desmentir la culpabilidad que se les supone a los inmigrantes. Incluso hay un guaperas de piel oscura que le tira descaradamente los tejos a una rubia friolera que tanto podría ser irlandesa como ucraniana. Enamorarse en una cola para renovar los papeles de residencia es un buen comienzo para preservar la mezcla plurinacional. Hoy Romeo y Julieta ya no sólo serían de familias distintas, sino probablemente de religiones y continentes diferentes. "¿Todavía está aquí?", le pregunta un hombre que acaba de llegar a otro que ya pone cara de fósil. En el extremo positivo de la cola, se advierten algunos movimientos de expertos en el ancestral arte de colarse (derivado del sustantivo cola, supongo). Se ponen a discutir, levantan un poco el tono de voz y, de repente, uno de ellos entra, en principio a consultar algo, sin que los demás tengan tiempo ni energía para quejarse. En el momento de mi visita, ningún policía controla el respeto por la tanda y Wilson me mira con una expresión que no me queda más remedio que interpretar como de impotencia y desengaño. Se queda mirando el papel que le ha dado la chica que promocionaba telefonía e Internet, y parece estar pensando en los canales de televisión que podrá ver más adelante, cuando, de una vez por todas, y si cumple con todos los requisitos legales, haya renovado y legalizado los papeles.
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