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El nuevo Lula

Antes de presentarse a las elecciones para su segundo periodo presidencial, Lula se preocupó de convertir su apodo popular en parte de su nombre legal. Ya no es Luiz Inácio da Silva, conocido por el pueblo de su país como Lula, sino Luiz Inácio Lula da Silva en todos los registros civiles y electorales. Puede que el detalle sea menor, pero nos revela algo. El Brasil, antiguo imperio, a diferencia del resto de los países latinoamericanos, tiene un sentido claro de lo formal, de lo ceremonial, de aquello que podríamos llamar liturgia del Estado. Lula, el niño de los barrios pobres, el ex lustrabotas y obrero metalúrgico, quiere entrar en la historia brasileña con su nombre completo de origen, con su tradición personal. Es un signo de autoestima, pero también de respeto a las instituciones del Estado.

Por lo demás, después de su triunfo arrollador en las urnas, Lula da Silva tuvo dos gestos decidores: esperó que su adversario socialdemócrata, Gerardo Alckmin, lo llamara por teléfono para reconocer su victoria, y sólo después de dicho reconocimiento hizo su primera aparición pública, y pronunció un discurso de reconciliación, de unidad nacional, de llamado a todas las fuerzas políticas para construir "un Brasil más fuerte", para derrotar al enemigo de todos, "la injusticia social". En América Latina, en sociedades divididas y que tienden al caudillismo, al personalismo extremo, de un lado del espectro político o del otro, Lula entregó señales que tenemos que saber leer. Sus primeras palabras mostraron en forma inequívoca su intención de moverse hacia el centro y de buscar alianzas en todos los sectores. Y en materias de política exterior, habló de un Mercosur amplio, que debería llegar a incluir a todas las naciones iberoamericanas, y no excluyó un entendimiento mejor con Estados Unidos.

Luiz Inácio Lula no se refirió para nada, en cambio, a los nuevos populismos latinoamericanos, al sarampión bolivariano predicado por el presidente de Venezuela y que llega de lejos, de los años en que Fidel Castro bautizaba a la cordillera de los Andes como "la Sierra Maestra de América", esto es, como la cuna de un proceso revolucionario destinado a propagarse por toda la región. Hugo Chávez dijo que el triunfo electoral de Lula había sido una derrota del capitalismo imperialista, pero es una interpretación evidentemente forzada, rebuscada. El estilo de Lula, acentuado en estos días, marcó, por el contrario, una distancia notoria con respecto al tono de confrontación propio de Fidel Castro, de Hugo Chávez o del mexicano Andrés Manuel López Obrador. Aunque Lula representa con los mejores títulos a la izquierda regional, su caso demuestra que las viejas definiciones de izquierda y derecha, en este comienzo del siglo XXI, son relativas y discutibles. Castro, nos guste o no nos guste, se acerca al final de su largo periodo de gobierno con Cuba dividida en forma tajante. La Cuba del exilio es otra Cuba y se refleja en el interior de la isla en formas dolorosas de exilio interior, con métodos escandalosos de represión, con las cárceles todavía llenas de presos de conciencia. La división interna de Venezuela es menos conocida y la destrucción del Estado de derecho no ha llegado todavía tan lejos, pero si uno pasa hoy por México, por Buenos Aires, por Madrid o París, está obligado a escuchar testimonios apasionados, en muchos casos estremecedores, de los venezolanos de fuera. Como chileno, me siento obligado a recordar las primeras declaraciones de Salvador Allende al asumir el Gobierno a fines de 1970, cuando sostuvo que no sería el presidente de todos los chilenos. Ya entonces me pareció que esas palabras suyas eran un error grave, además de un pésimo síntoma. Uno tiende a preguntarse, ahora, si Lula sacó las consecuencias de estas historias más o menos recientes de la izquierda o si su desplazamiento centrista es producto del instinto y de su experiencia de candidato y de gobernante. Por mi parte, me siento inclinado a pensar que ambas cosas influyen, la reflexión histórica y la práctica diaria de la vida política. La aceptación de la confrontación como aspecto central de la ideología, de la guerra interna como fenómeno inevitable, forma parte de los textos fundacionales del marxismo. Es probable que sea el error de fondo, o la parte de la ideología que más ha envejecido en alrededor de un siglo y medio.

Lo que ocurre es que la mayoría de los dirigentes de la izquierda latinoamericana son gente sa-lida de la universidad, intelectuales, profesores, economistas, abogados, médicos. Basta citar a Fidel Castro, a Ernesto Che Guevara, al propio Salvador Allende, a personajes como Abimael Guzmán, que organizó su guerrilla implacable, en cierto modo delirante, la de Sendero Luminoso, después de haber sido un oscuro profesor de filosofía de provincia. Lula, en curioso contraste con ellos, hace su aprendizaje en la experiencia de la vida popular auténtica, de la pobreza, del trabajo en los cordones industriales de São Paulo, la ciudad de más gigantesca concentración económica de América del Sur. Es un hombre que ha tenido que negociar con los dueños de las grandes empresas, en su calidad de dirigente sindical, y que sabe hacerlo. Como me lo ha dicho en estos días un político uruguayo que conoce el Brasil al revés y al derecho, Lula es alguien "que sabe muy bien lo que vale un dos por ciento". Cuando tuvo que organizar en São Paulo movilizaciones de obreros y de intelectuales contra la dictadura, fue un duro, un combatiente que no hacía concesiones. Así formó su Partido de los Trabajadores y así se dio a conocer a la opinión pública de su país.

Pero aquí interviene algo que podríamos llamar la diferencia brasileña. El Imperio se independizó de Portugal en forma pacífica, en notorio contraste con las guerras de liberación del mundo hispanoamericano. Después se transformó en República sin llegar a una verdadera guerra, bajo la orientación de militares positivistas y la consigna de "orden y progreso". Y la dictadura militar de la segunda mitad del siglo XX, que se instaló en 1964, adelantándose al resto de los golpes militares de la región, y que duró alrededor de veinte años, se esmeró en mantener, a pesar de todo, algunas apariencias legales. A Lula le tocó actuar con fuerza, con riesgo personal, desde posiciones inflexibles, pero en una lucha relativamente pacífica. En la cuarta de sus campañas presidenciales, en 2002, después de tres derrotas, asumió un estilo más moderado y pareció aceptar algunos de los principios de una economía ortodoxa. Como era previsible, fue acusado y combatido desde su flanco izquierdo. Además, su gente de confianza, sus acompañantes de muchas campañas, incurrieron en diversas formas de corrupción. Pero los resultados de la segunda vuelta electoral, los del domingo 29 de octubre, parecen haberle dado la razón por encima de todo: de las reservas de los teóricos de la extrema izquierda y de las acusaciones y procesos penales entablados desde el centro-derecha y la derecha.

El desarrollo económico del Brasil de Lula ha sido hasta aquí peor que mediocre, muy inferior al promedio de crecimiento de América Latina. Ha conseguido, sin embargo, una disminución real de los índices de pobreza y ha puesto en marcha programas de ayuda social ambiciosos y populares. A juzgar por sus declaraciones de estos días, Lula cree en la necesidad imperiosa del desarrollo. Aún más, sabe que el subdesarrollo endémico lleva a profundizar y a generalizar la injusticia. No sabemos si podrá implementar las reformas de fondo que exige la economía brasileña. Tampoco sabemos si su Gobierno seguirá paralizado por las acusaciones de corrupción. Pero 57 millones de votos, en las circunstancias del Brasil actual, le dan un poder político que antes no tenía. Si consigue por lo menos una parte de los objetivos anunciados en estos días, podríamos asistir a un cambio de tendencia en toda la región. Los populismos viejos y nuevos, además de agresivos hasta muy cerca de la paranoia, obsesionados por la confrontación, son fundacionales y maximalistas. Todo comienza con ellos, desde cero, toda la razón es de ellos, y toda negociación, toda gradualidad, toda búsqueda de la colaboración de otros sectores, parece eminentemente sospechosa. "Avanzar sin transar" era el lema de la extrema izquierda socialista en el Chile de Allende, y un dirigente sin muchos seguidores, un socialista marginal, declaró en esos días que el lema debía traducirse por "avanzar sin pensar".

El Luiz Inácio Lula de ahora, el que se acerca a los 60 años de edad y acaba de arrasar en las urnas, no parece creer en la necesidad de borrarlo todo y comenzar de nuevo. Es probable que su país alcance un progreso más bien moderado, pero estable, sin un quiebre de la sociedad, con logros tangibles en las esferas de la pobreza y de la educación, y en el caso de un gigante de América del Sur, cuya economía ya representa tres veces la de Argentina, un logro de esta naturaleza no sería poco. Si pensamos en la posible relación de este Brasil con el Chile de Michelle Bachelet, con el México de Calderón, con el Perú de Alan García, con una Bolivia que acaba de alcanzar un acuerdo decisivo con Petrobrás, la compañía brasileña de hidrocarburos, e incluso con unos Estados Unidos que siempre se renuevan desde adentro, podríamos concluir que la etapa de los populismos febriles, la de los liderazgos de eterna e insuperable confrontación, ha empezado a quedar atrás en la América de habla española y portuguesa. Nos despedimos, entonces, del anacronismo, de la tabla rasa, de la Idea, como solía decirse antes, con mayúscula, y entramos en una política posible, moderna. Aunque no me hago ilusiones excesivas, confieso que siento una sensación de alivio y un relativo optimismo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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