Agua
La semana pasada estuvo plagada de alarmas. Desde Londres llegaba la advertencia de un desmoronamiento de la economía mundial por efecto del calentamiento del planeta. Por su parte, Al Gore, el "próximo presidente de los Estados Unidos" hasta que Bush le arrebató el título, según irónica autodefinición, acaba de estrenar Una verdad incómoda, un documental que advierte de las calamidades que nos aguardan de no poner remedio dentro de la próxima década. Por último, un amplio estudio sobre la diversidad marina, publicado el viernes por la revista Science, pronostica que en 2048 la pesca habrá agotado todos sus caladeros.
Como la vida, también la muerte llega principalmente del agua. A la gran sequía que nos aguarda por el cambio climático hay que sumar el efecto devastador de las aguas descontroladas en forma de fundición de glaciares, desbordamientos de ríos, huracanes, trombas de agua, tsunamis, etcétera. Tras cada uno de estos fenómenos quedan rastros idénticos de paisajes rotos y de desconsuelo humano. Guardo memoria directa de dos catástrofes acuáticas. La primera se remonta a septiembre de 1962 y se resume en una lacónica frase de mi padre que un domingo me llevó a contemplar los terribles efectos del desbordamiento del Besòs: "Aquí había una casa", me dijo apesadumbrado, mostrándome un lodazal cuyo hedor no ha abandonado nunca mi pituitaria. La segunda es de noviembre de 1999 y se sitúa en la población francesa de Salelles d'Aude, a 15 kilómetros de Narbona, donde los desbordamientos del Aude y la Cesse dejaron a medio pueblo bajo las aguas y el barro. Afortunadamente no hubo muertos -aunque sí muy cerca: en total, 25 personas de la región perdieron la vida-, pero una semana después, que es cuando yo lo vi, el espectáculo seguía siendo dantesco: muebles en las calles, secándose al ténue sol de otoño, bombas extrayendo porquería de las casas, postes tumbados, árboles caídos, viñedos arrasados, un puente ferroviario reducido a un amasijo siniestro de hierros retorcidos...
La civilización es el esfuerzo por ponerse al abrigo de estos excesos, domeñar las aguas, dosificarlas de acuerdo con nuestras necesidades, distribuirlas por todo el territorio para su desarrollo equilibrado. En este sentido el Museo de las Aguas de Cornellà (www.museuagbar.com) es humanista, verdadero bálsamo tras tanta predicción milenarista de fin del mundo. Hay cosas que hemos hecho muy mal, de acuerdo, pero otras, como llevar agua potable a la práctica totalidad de los hogares catalanes, están francamente bien y nos han librado de epidemias no menos devastadoras que las inundaciones. Justo a la entrada del museo hay una visión optimista del agua: el experimento interactivo demuestra que el líquido toma la forma del recipiente, es sumamente dócil, obviamente si no está bajo presión. Pero obtener agua cuesta un gran esfuerzo industrial, como continúa explicando la exposición. De hecho estamos en una fábrica, un bonito edificio noucentiste de tocho visto, construido por el arquitecto Josep Armargós en 1905, siguiendo las normas higienista de la época -naves amplias con buena luz y ventilación-, pero que poco debían paliar la contaminación resultante de la combustión de carbón en las dos enormes calderas Mathot instaladas en 1907 para producir vapor con el que extraer y distribuir agua y generar electricidad. A partir de ellas, al fondo del pasillo principal, se entra en un mundo de hierro y grasa, pistones y bielas, volantes de inercia y puentes-grúa, palancas y manómetros. En la sala de máquinas, la gran bestia bicilíndrica de vapor, de 750 caballos, permanece hoy dormida, pero otras bombas eléctricas, de zumbido monocorde, siguen enviando agua desde la Central Cornellà hasta los depósitos situados en Esplugues y en la montaña de Sant Pere Màrtir para abastecer a buena parte del área metropolitana.
Conmueven las vitrinas donde se conservan los muchos ingenios de que se ha dotado la humanidad a lo largo de los siglos para almacenar y distribuir agua, desde tejas, tuberías y fragmentos de alcantarilla de cerámica de época romana hasta cántaros, jarros, tinajas y cangilones pasando, ya en el siglo XX, por todo tipo de contadores de velocidad y volumen, aforadores y válvulas de latón, llaves de paso y grifos de diseños en constante evolución. Al final de recorrido atiende un viaje virtual a vista de pájaro por el Llobregat, desde la desembocadura hasta la fuente.
Cada día el Museo Agbar acoge entre 300 y 400 escolares para los que organiza diversos talleres. Del 11 al 19 de este mes celebra jornadas de puertas abiertas y luego se implica a fondo con el Festival de Payasos: el vistoso depósito circular situado enfrente del edificio de Amargós será escenario de tres espectáculos (días 23, 24 y 25 de noviembre), precedidos (día 22) por una actuación de Pep Bou de título muy adecuado y poético: Pell d'aigua.
De manera que a Dios rogando y con el mazo dando. Rogando para que nos libre de la destrucción de las aguas salidas de madre, pero aplicándonos por nuestra cuenta para contenerlas y utilizarlas racionalmente. Consuela comprobar que hay un museo entero dedicado a este objetivo, a pesar de las oscuras predicciones.
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