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Columna
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Tiempo de amor y frijoles

El 20 de junio de 1979 el periodista de la cadena estadounidense ABC Bill Stewart fue acribillado a balazos en una calle de Managua por los soldados de la Guardia Nacional. El fotógrafo que lo acompañaba consiguió ocultarse y grabar con una cámara la escena en la que su compañero le mostraba las credenciales de prensa al jefe del comando y éste, sin mediar palabra, abría fuego contra él, disparándole varios tiros a quemarropa. Al día siguiente todas las televisiones transmitieron las imágenes. Hasta ese momento la guerra contra la dictadura somocista se había cobrado ya un tributo de más de 50.000 vidas nicaragüenses, pero el asesinato del periodista fue la piedra de toque que decidió la batalla de la opinión pública internacional. Un mes después los sandinistas entraban en Managua y decenas de camiones cargados de guerrilleros circulaban por la carretera panamericana enarbolando banderas y haciendo sonar las bocinas en medio del entusiasmo popular.

El movimiento sandinista fue la utopía de los años ochenta. Toda una generación encontró en ella una manera de afirmarse y se implicó a fondo levantando escuelas, recogiendo medicinas, lápices, cuadernos escolares en un reclutamiento espontáneo sólo comparable al que suscitó la causa republicana durante la guerra civil española. Recuerdo las aspas herrumbrosas de un ventilador en el albergue donde nos juntábamos para desayunar brigadistas belgas, canadienses, ingleses, españoles... El futuro tenía entonces el ritmo de las canciones de Carlos Mejía Godoy sonando en cualquier rhum-bar de Managua o en el Parque Central durante una actuación al aire libre con una muchedumbre ocupando la explanada y subida a las ramas de árboles. Pero la imagen que ocupa un lugar de honor en mi memoria es la de los ranchos de adobe y palma donde cada tarde unos chavales muy jóvenes, casi niños, enseñaban las letras a rudos campesinos que jamás se las habían visto con un trozo de tiza.

Fue la edad de la inocencia, un sueño que empezó a deshacerse demasiado pronto. La revolución no fue capaz de repartir la tierra entre los campesinos ni de crear riqueza, en parte debido a la guerra alentada por EE UU que desangraba el país, pero también por la corrupción que contaminó a los nuevos dirigentes. Lo peor no fue la derrota electoral, sino la decepción íntima, el derrumbe de los principios éticos que antes habían sustentado las ideas.

El futuro a veces llega con retraso pero con algunas lecciones que enseñar. Tal vez por eso este domingo electoral los tambores de los santeros, las misas de los teólogos de la liberación, los conjuros de los chamanes y el coraje de algunos disidentes lúcidos como el escritor Sergio Ramírez laten al mismo ritmo. Durante años he llevado esa música en la memoria. En muchos viajes he atravesado su melodía como si fueran las calles por las que anduve con la osadía limpia de los veinte años. No era un himno, sino más bien una canción para tocar a la guitarra cualquier noche en una playa del Pacífico. Aquella melodía que escuché al llegar a Managua con una mochila y cincuenta dólares bajo un aguacero del fin del mundo, ahora mismo el viento de noviembre vuelve a traerla a mi memoria desde las aguas azules para recordarme que sus acordes fueron una vez la medida exacta de la esperanza. Hay canciones que sintetizan los sueños perdidos de una generación, sus derrotas, pero también su orgullo por intentar levantarse. Y yo, que ya no creo en casi nada, hoy quiero brindar por eso.

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