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Reportaje:Elecciones legislativas en EE UU

Los últimos días del conservadurismo imperial

Pase lo que pase en las legislativas del día 7, el Partido Republicano deberá emprender un cambio de estrategia para reconciliarse con un electorado cansado de la guerra de Irak y del autoritarismo de Bush

Antonio Caño

Lastrado por los fracasos de una política mayoritariamente identificada entre los ciudadanos como militarista, fanática y sectaria, el nuevo conservadurismo norteamericano vive sus peores días en el poder. El fiasco de Irak, la indiferencia oficial ante decisivos acontecimientos nacionales -especialmente el huracán Katrina- y, sobre todo, el desprecio que se le reprocha al Gobierno del presidente George W. Bush hacia algunas piedras angulares del sistema norteamericano, como los derechos humanos y la libertad de información, han degradado seriamente la imagen tradicional del Partido Republicano ante una población que hoy parece reclamar un cambio de rumbo.

Si el propio Partido Republicano será capaz o no de emprender los cambios que lo reconcilien con su electorado antes de las próximas presidenciales es algo todavía de difícil cálculo, aunque en cierta medida esto comenzará a vislumbrarse después de las elecciones legislativas del próximo 7 de noviembre. Pase lo que pase en las urnas ese martes, se abre un nuevo periodo para el viejo partido del elefante.

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Incluso en el caso de que sea capaz de contener el progreso del Partido Demócrata, Bush pasará a ocupar un papel secundario en la política en Washington. Ya no volverá a ser candidato, nadie más verá su suerte política ligada a la del presidente. Con él, debería ponerse fin a un cierto modelo de lo que se ha llamado conservadurismo imperial. Las elecciones del día 7 deberían, al mismo tiempo, representar el destape de otro tipo de conservadurismo oculto o marginado ahora, un conservadurismo más centrista, más tradicional, lo que aquí se conoce como "un conservadurismo compasivo". Editoriales de varios periódicos han reclamado recientemente un regreso a esas políticas compasivas y han pedido al presidente Bush que pusiera fin a sus estrategias de división entre los ciudadanos y de odio hacia los adversarios políticos.

La recta final de la actual campaña electoral está siendo, en efecto, el apogeo de esas estrategias. A la reiterada acusación contra el Partido Demócrata de ser tolerante, cuando no cómplice, con el terrorismo, se han sumado estos días reproches a un juez de Nueva Jersey que reconoció los mismos derechos para las parejas homosexuales que para los heterosexuales y violentos ataques contra el aborto, unido a una absoluta indiferencia por parte de la mayoría parlamentaria republicana hacia las reivindicaciones de carácter social.

Los pocos candidatos republicanos que difieren de esa línea y predican políticas más integradoras y centristas actúan como parias en este escenario. Es el caso de la senadora republicana Olympia Snowe, de Maine, que se ha quejado públicamente de que el actual equipo dirigente "no busca la inclusión del amplio abanico filosófico que existe en nuestro partido", sino que "opera bajo la errónea acepción de que hay que dirigirse únicamente a las bases más extremistas".

Los hombres de Bush, particularmente su cerebro en la Casa Blanca, Karl Rove, siguen creyendo que la movilización de las bases republicanas -muy necesaria con vistas al día 7- se produce con apelaciones a los sentimientos religiosos, familiares y morales: mensajes sencillos destinados a norteamericanos sencillos. Los republicanos centristas temen que, después de Irak, el Katrina y la serie de escándalos que han rodeado a la Administración de Bush, esa estrategia ya no funcione. Esto es también lo que, por ahora, dicen las encuestas, que otorgan al Partido Demócrata una ventaja sobre su rival superior al 10%.

El descrédito de los actuales dirigentes republicanos, y la fuerte división provocada por sus políticas, empieza a debilitar el sentimiento de orgullo entre sus votantes tradicionales. Incluso comienza a tener un reflejo en las relaciones personales. Un reportaje del diario The New York Times el pasado fin de semana ilustraba "el regreso a los días en los que no era educado hablar de política en público" con varios testimonios muy significativos. Uno de ellos, el de Silvy Brookby, profesora y republicana desde hace años, confesaba: "Hasta hace poco yo solía pedir la palabra y defender aquello en lo que creo. Ahora, que nadie más está en mi campo, he dejado de hacerlo. Simplemente dejo que cada uno diga lo que quiera y yo me quedo callada".

Estos mismos días, un hombre que escuchaba en el televisor de un centro comercial cómo la Casa Blanca trataba de exculpar al vicepresidente Dick Cheney por haber defendido un cierto método de tortura, comentaba: "Es difícil de creer que alguien todavía apoye a esta gente".

Es difícil traducir en términos políticos el rechazo popular al Gobierno que se percibe en la calle. ¿Cuáles pueden llegar a ser para el futuro del Partido Republicano las consecuencias de una gestión presidencial que aprueba poco más del 30% de los ciudadanos? Es arriesgado predecirlo. Pero la preocupación por la deriva tomada por los actuales dirigentes ha comenzado a extenderse entre las propias filas del partido conservador.

Además de algunos prestigiosos políticos republicanos de otra época, como James Baker o Brent Scowcroft, otros dirigentes republicanos que colaboraron activamente en el ascenso, a principios de los años noventa, de la revolución conservadora que dio origen al neoconservadurismo actual, han empezado a dudar de su rumbo. Dick Armey, que fue líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes entre 1995 y 2003, publicó esta semana un artículo en el diario The Washington Post en cuyo título se preguntaba: "¿En qué nos hemos equivocado?".

"La respuesta es simple", añadía Armey, "los legisladores republicanos han olvidado los principios del partido y han cedido ante el poder y los privilegios". "Ahora, los demócratas", pronostica el ex senador, que actualmente preside el think tank Freedom Works, "están cosechando los frutos de nuestra negligencia y no tenemos a nadie a quien culpar más que a nosotros mismos". Como ha dicho, en célebre frase, el telepredicador Pat Robertson, "los republicanos se han colocado en círculo y han comenzado a dispararse entre ellos".

Pese al atrevimiento del célebre pastor, es prematuro, por supuesto, anticipar el suicidio colectivo del Partido Republicano. Entre otras razones, la ola popular de sospecha y prevención hacia un también dividido Partido Demócrata es aún demasiado grande como para prever un vuelco electoral repentino y de grandes proporciones. Por otra parte, incluso la desprestigiada élite republicana dominante tiene sus argumentos que esgrimir en esta batalla electoral. Uno de ellos, una economía próspera y en ritmo creciente, con un precio de la gasolina descendente. Otro, más importante aún, la fuerte base social conservadora aún dominante en Estados Unidos.

En este sentido, es importante recalcar que el fracaso del actual modelo conservador no supone automáticamente el fracaso de todo modelo conservador. Lo que surja después de las elecciones del martes, con mayor o menor poder del Partido Demócrata, seguirá teniendo una potente carga conservadora. De hecho, pese a que la actual dirigencia demócrata -con Nancy Pelosi, probable futura presidenta de la Cámara de Representantes, a la cabeza- pertenece a la izquierda del Partido Demócrata, la mayoría de sus candidatos mejor situados, incluidos Hillary Clinton y Barack Obama, son de tendencia centrista y moderada.

Si Karl Rove no saca todavía algún conejo de su chistera, lo que sí parece acercarse a su final es el conservadurismo de Bush.

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