Valladolid descubre en Al Gore a un divulgador genial
Como si pretendiera marcar con claridad que en el cine contemporáneo es cada vez menos evidente la frontera entre ficción y documental, la Seminci proyectó ayer en su Sección Oficial, bien que fuera de concurso, Una verdad incómoda, de Davis Guggenheim, en la que un apasionado Al Gore muestra, con una voluntad didáctica nada reñida con la claridad y la eficacia, las desastrosas consecuencias ya constatables del cambio climático global que llevamos años padeciendo. Antes, el franco-magrebí Rachid Bouchareb recordó, con Days of glory, proyectada a concurso, cuánto le debe Francia a sus tropas coloniales en la derrota del nazismo.
Precedida por una pequeña grabación de Al Gore expresamente realizada para el pase en Valladolid, Una verdad incómoda resulta, en primera instancia, sólo un documental al uso, de esos de busto parlante que desgrana, durante poco más de hora y media, su verdad al público. Son pocos los recursos de archivo, menos aún la riqueza de escenarios y casi todo se libra en el curso de una larga conferencia que el antiguo vicepresidente de Bill Clinton da ante una platea entregada. O dicho de otra forma, que las bondades de la propuesta, que existen, y no son pocas, están en otro lado. Ante todo, en la capacidad didáctica de Gore, que se demuestra un sorprendente showman, entretenido y brillante, que igual llama en su auxilio a los Simpson que a las sesudas opiniones de los científicos especialistas en climatología, y que en sus manos se terminan convirtiendo en claras, rotundas explicaciones de un desbarajuste ambiental que nos afecta a todos. Es, por tanto, una película necesaria, a pesar de su pobreza conceptual. Y es también la ocasión para el descubrimiento de un excelente actor, al que tal vez si George Bush Jr. no le hubiera birlado la cartera hace seis años, no hubiéramos visto jamás en estas lides.
Si clásico en sus hechuras resulta el documental de Guggenheim, no menos lo es Days of glory, filme bélico que muestra la evolución de un pelotón de soldados norteafricanos a las órdenes de mandos franceses de la metrópolis, en su lento avanzar por el continente europeo frente a las tropas alemanas. La película, a la que su director imprime un ritmo intenso y en la que denuncia las humillaciones sufridas por esos soldados voluntarios, está muy bien interpretada (el conjunto de su elenco obtuvo en Cannes 2006 el premio a la interpretación masculina), aunque se recordará sobre todo por razones sociológicas, ya que gracias al impacto que causó en Francia, el presidente Jacques Chirac prometió cumplir una disposición judicial de 2002 para actualizar los sueldos de los veteranos todavía vivos, congelados durante la guerra de independencia argelina, en 1959.
Ayer, en fin, todavía coleaba por los corrillos del festival la polémica desatada en la víspera por la proyección de El ciclo Dreyer, de Álvaro del Amo, segunda y última película española a concurso, la propuesta más arriesgada y menos comprendida tras su pase público. Recreación de los ambientes de los cine-clubes madrileños de los años sesenta, con una muy inteligente utilización del cine de Carl Theodor Dreyer como excusa para un discurso metalingüístico impecable, la fineza de su humor y la audacia de algunas de sus soluciones formales dejaron desencajada a una parte de la platea, que protestó con aspereza digna de mejor causa a la más provocadora de las propuestas contempladas aquí en esta desvaída, descorazonada 51ª edición.
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