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Columna
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Apostar a todo o nada

La reacción escandalizada de muchos contrincantes y observadores ante el perfil agresivo, contundente, de la campaña electoral de Convergència i Unió (CiU) contiene importantes dosis de hipocresía o, eventualmente, de desmemoria: como si, hasta hoy, las campañas catalanas hubieran sido versallescos intercambios de piropos, inmunes al trazo grueso y a la descalificación del adversario.

Por descontado, esa supuesta virginidad, esa pureza perdida sobre la que lloran algunos no ha existido jamás. Lo ilustraré con un par de ejemplos entre los muchos posibles. En 1984, al término del primer cuatrienio presidencial de Jordi Pujol, distintos candidatos y dirigentes del Partit dels Socialistes (PSC) dibujaron, en un número monográfico de la revista teórica del partido, un balance ferozmente crítico de la legislatura que concluía: "Pujol ha echado a perder la tradición del catalanismo político"; "la más que decepcionante realidad de una acción de gobierno vergonzosa y carente de cualquier dosis de imaginación"; "una tarea de gobierno que ha fracasado en el propósito de atender a los problemas vitales de la Cataluña autónoma"; "se ha llevado a cabo una obra de gobierno excluyente y exclusivista"; "hemos presenciado una política de vuelo bajo", "la desertización del mundo cultural", "una política juvenil vieja y arcaica"... "Realmente", concluía uno de los contribuyentes al dossier, "el próximo gobierno tendrá que deshacer muchas cosas, tendrá que ser un gobierno especialista en derribos" (L'Opinió Socialista, segunda época, número 1, enero-febrero-marzo de 1984). Cuatro años después, y a la vista de las elecciones catalanas de 1988, el PSC publicó un folleto de 47 páginas que, desde su mismo título -El joc a Catalunya. Crònica del Loto-gate-, trataba de proyectar sobre la gestión convergente la sospecha de una corrupción generalizada.

Dejando aparte la modernidad del soporte tecnológico y la difusión masiva, no me parece, pues, que el contenido del polémico DVD Confidencial Cat constituya una novedad cualitativa en lo referente a proclamar desde la oposición que los adversarios gobernantes lo han hecho todo rematadamente mal, e incluso que adolecen de cierto déficit de legitimidad, ya sea porque ganaron gracias a una participación muy baja, o porque han traicionado sus promesas, o porque malbarataron el glorioso legado de Macià, Companys y Tarradellas...

No, la novedad de este otoño de 2006 no es la beligerancia discursiva de Convergència i Unió, sino el paisaje político sobre el que ésta se despliega. Dos décadas atrás, en los tiempos a los que me he referido más arriba, la política catalana era cosa de dos. Sí, por supuesto que siempre hubo en el Parlamento cinco o más partidos, pero entre CiU y el PSC acumulaban alrededor del 75% de los sufragios emitidos y hasta 113 de los 135 escaños en liza. Ello daba al mapa electoral catalán aires de bipartidismo imperfecto y hacía viables las mayorías absolutas; en esa lógica, cada uno de los dos grandes tenía un solo adversario, y tumbarlo en la lona era el camino seguro hacia el poder.

Pero las cosas han cambiado. Desde la entrada del nuevo milenio, la catalana es una política de geometría variable donde socialistas y convergentes apenas reúnen dos tercios de los escaños y el 60% de los votos, donde la mayoría absoluta resulta inalcanzable y la relativa no garantiza el gobierno, donde el verbo pactar es de conjugación obligatoria. Es desde tales coordenadas estratégicas -y no desde consideraciones moralizantes a cuenta de la "arrogancia" de éste o la "falta de escrúpulos" de aquél- que la apuesta táctica de Convergència i Unió durante la actual campaña parece de alto riesgo. Se entiende, sí, la voluntad de Artur Mas y su equipo de llevar la iniciativa, de galvanizar a los fieles y polarizar a los tibios, incluso de establecer un cortafuegos notarial entre CiU y el Partido Popular. Se entiende también el recuerdo doloroso y frustrante del otoño de 2003. Sin embargo, es muy audaz apostar a que las rentas electorales de la ofensiva general contra todos los rivales te permitirán prescindir luego de ellos sin excepción.

En este caso, además, buena parte del electorado de las izquierdas encaró el periodo preelectoral con ánimo apático y baja motivación: la conciencia del curso tormentoso y el final abrupto del Gobierno tripartito, la resaca del forzado relevo de Maragall inducían a muchos a un retraimiento autocrítico, a castigar sin ruido a aquellos líderes o siglas que les habían decepcionado. Ahora bien, una cosa es reconocer de puertas adentro los errores de la propia familia política, y otra muy distinta es que los adversarios te los restrieguen por la cara y hagan escarnio público de ellos. Esto último suele activar un resorte tribal, un impulso defensivo, un cierre de filas que bloquea cualquier tendencia autocrítica. ¿Provocará la contundente mercadotecnia electoral de CiU una reacción de este tipo o, por el contrario, agravará la desmovilización de los deprimidos?

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Audaces fortuna juvat ('la suerte ayuda a los audaces'), decían los clásicos. Lo comprobaremos el próximo 1 de noviembre.

Post scriptum

El pasado martes, aquí mismo, el secretario general de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía aseguraba que las espectaculares atenciones hacia éste por parte de la cofradía mediática del ácido bórico no tienen ninguna connotación ideológica. No, claro que no. Será por eso -porque el discurso de ese partido contra la identidad catalana no le hace el caldo gordo a la extrema derecha españolista de siempre- por lo que Esteban Gómez Rovira, el conspicuo cabeza de lista de la coalición de lepenistas, blaspiñaristas y otros grupúsculos del mismo jaez llamada Adelante Cataluña, declara en su página web: "Miro con simpatía la iniciativa de Ciudadanos, una brisa nueva de sentido común contra el nacionalismo". ¿Cómo conceptuaría el señor Robles semejantes requiebros? ¿Afinidad electiva? ¿Alianza tácita? ¿Flechazo?

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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