La ley de Bruce
Springsteen impone su proverbial oficio en un abarrotado Estadi Ciutat de València
A las 22 horas y 16 minutos, con un entusiasta "Bona nit València" y los primeros acordes de John Henry, dio inicio el rockero de New Jersey al más multitudinario de los conciertos de su periplo estatal. Más de treinta años de espera bien valían la pena: los colapsados aledaños del coliseo levantinista, las bocas de metro que no cesaban de escupir gente y las colas kilométricas ya dentro del recinto para consumir bebidas eran la prueba más gráfica de la expectación levantada por la primera visita de El Boss (hagamos valer el tópico una vez más) a Valencia. Muy pocas veces tiene esta ciudad la ocasión de atraer a casi 30.000 personas a un espectáculo musical, entre ellos mucha gente venida de Barcelona, Madrid y otros rincones del Estado, que veía en esta cita la única ocasión de conseguir entrada para ver a alguien que las suele agotar en cuestión de horas.
Flanqueando el enorme escenario, dos enormes pantallas y sendas banderas, la española y la norteamericana, junto a la enseña de We Shall Ovecome: The Seeger Sessions, el álbum que era objeto de presentación. Sobre el estrado, una decoración a medio camino entre el western crepuscular (iluminación en tonos rojizos) y una solemnidad que remitía al The Last Waltz que Martin Scorsese filmara para The Band (tres enormes lámparas de época y amplios cortinajes) hace tres décadas. Y bajo tal marco, una enorme banda de 17 miembros con los que recrear el cancionero éticamente comprometido del veterano folk singer Pete Seeger, reivindicado a la vez como una celebración del vasto acervo musical norteamericano y como recordatorio, tristemente necesario, de la necesidad de compromiso del artista ante los excesos autoritarios de unos gobernantes huérfanos de sentido común, verbigracia la actual Administración americana.
Y lo que podría ser un simple capricho de estrella de vuelta de todo no es en sus manos más que una exultante explosión de folk, country, gospel y swing. Temas como Jesse James, Old Dan Tucker o Jacob's Ladder sonaron henchidos por banjos, violines, pianos y sobre todo una lustrosa sección de vientos, pero la recompensa para el fan de largo recorrido venía servida, si bien en muy pequeñas dosis, en bandeja de plata: una remozada Johhny 99, una nutrida y aligerada de drama The River, una Open All Night convertida en atronador rock'n'roll o una sobriamente majestuosa My City of Ruins. Con todas ellas y muchas más conformó el norteamericano casi dos horas y media de rock comprometido con su presente y respetuoso con su pasado, vital, popular en su mejor acepción y cercano. Sobre cualquier escenario, Springsteen hace valer el peso de su ley. Y casi treinta mil almas lo disfrutaron, seducidos además por la promesa (¿la cumplirá algún día?) de un regreso no muy lejano.
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