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FUERA DE CASA
Columna
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No matar al padre

Los escritores que conozco no son Kafka. Incluso no conozco a ningún Kafka aunque no sea escritor. Creo que Frank Kafka, que murió sin descendencia, verdaderamente no tiene descendientes. Los escritores ya no quieren matar al padre. Ni siquiera le escriben serias cartas para contarle, contarse, las razones de sus desencuentros. Ahora los escritores, como hacían antes las folclóricas con sus madres, pasean con sus padres por la vida y los saraos literarios. No tienen que escribirle cartas porque se mandan mensajes por el móvil, quedan a tomar unas copas o se citan en la fiesta de algún premio literario. Todo mucho más normal, más familiar, más navideño y más disneylandia. Menos Kafka, más José Guardiola. Todos queremos un padre a quien pudiéramos seguir preguntando dónde está la verdad o alguna de esas cosas fáciles que preguntan los hijos.

Hace poco leímos la excelente novela de Muñoz Molina, El viento de la luna, que está dedicada a la memoria del padre, a recuperar los años de compartir con el padre la feliz y humilde vida familiar. El novelista, ahora que ya no está el padre, lo recupera con su escritura y se lamenta de no conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre. De la mano del padre todo parecía más seguro.

Paseando por Barcelona, bajando alegremente por el paseo de Gracia en un día luminoso, me encontré con el padrastro del entonces futuro premio Planeta. El premio se concedía al día siguiente. Me pareció que debería decirle algo, aunque el premio todavía era secreto -el mismo secreto de todos los otoños-, aunque ya habían llegado los chivatazos. Me lancé y le di la enhorabuena por la parte que le tocaba. El padrastro disimuló y fuése. Me faltó ingenio. Mi felicitación era sincera, realmente el ganador de este año me parece uno de los más dignificadores premios Planeta de los últimos tiempos. Al menos si Álvaro Pombo no se contradice. No lo creo; el padrastro, ya feliz cuando el premio se hizo oficial, me aseguró que era una gran novela. Le creo porque sus propios libros y lecturas avalan su criterio más allá de su relación de padrazo, padrastro.

Cuando un radiante y millonario Álvaro Pombo comenzó su rueda de prensa, una de las primeras preguntas, de las mejor construidas, de las que sirven para romper el fuego de los habitualmente muy tímidos periodistas fue la de su padrastro. Una bonita y emotiva escena familiar. Una normalización pública de las relaciones entre los escritores y sus padres. También llevó padre al premio la finalista, Marta Rivera de la Cruz. Un padre que se situó en la primera fila y que también preguntó a su hija. En realidad, más que una pregunta el padre quiso que su hija hiciera una afirmación de su galleguidad aunque escribiera en castellano. Muy bien educada, la hija, y novelista, contestó al padre y periodista. Todo quedaba en casa, el padre quiso que supiéramos algo que a nadie parecía interesarle.

De vuelta a Madrid, con el recuerdo de los padres de los escritores, reflexionando sobre su figura, me encuentro con Juan José Millás, que regresa a la novela con uno de sus más depurados títulos, Laura y Julio. Por hablar de algo le pregunto por su padre, ya fallecido. Y casi se le ilumina la cara. Me habla de sus muchas curiosidades, de sus obsesiones y de sus grandes triunfos. Me recuerda que su padre era inventor, pero no como aquel alemán de los tebeos de inventos imposibles, el padre de Millás fue un gran inventor de cosas prácticas y beneficiosas. La más importante de ellas, la que marca su vida y la de sus hijos, es el invento del bisturí eléctrico. El padre se pasó la vida haciendo pruebas con todo filete que pasara por la casa. Juan José recuerda cómo un día su padre, maravillado cortando una ternera dijo: "Mira, Juanjo, cauteriza a la vez que abre la herida". Encontró Millás, el futuro novelista, que esa sería la frase que marcaría su existencia y su oficio.

Y seguí de encuentros de escritores y padres. Con Luis García Montero, que además de presentar 25 años de poesía con uno de sus padres poéticos, Ángel González, venía muy contento por haber cruzado el Sena en compañía de su padre. Hubiera preferido haber tomado la Bastilla, pero su padre es muy de derechas y no quiso molestarle. Sin padre, pero con su memoria muy presente, también estaba en la presentación poética de García Montero su compadre Joaquín Sabina. El padre de Sabina, que fue policía y versificador, que además fue personaje literario en la novela de Muñoz Molina, El jinete polaco, confiesa ahora el mayor vendedor de sonetos de nuestra historia que su padre era un buen hombre. Un padre que iba para cura y terminó de policía con Franco. Pero como dice en ese libro autobiográfico y tan polémico, que de momento está secuestrado no por razones irreales sino por una demanda editorial, "mi padre no se enteró de Franco ni de los muertos ni de las detenciones, no se enteró de nada. Tampoco se enteró de mí. Era un buen hombre". Está claro que ya no hay poeta ni novelista que mate al padre, aunque no se enteren de nada.

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