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Reportaje:TEATRO

El terrario de Harold Pinter

Javier Vallejo

Las explicaciones no funcionan con Pinter. De los tres protagonistas de El portero, la obra que Carles Alfaro dirige en el teatro de la Abadía, se han dicho cosas abracadabrantes. El director Terence Rattigan los consideró una alegoría de la Santísima Trinidad. Un crítico británico escribió que Davies, el mendigo a quien Aston hospeda y su hermano Mike acaba poniendo de patitas en la calle, es Adán expulsado del Paraíso. Y un crítico neoyorquino vio en El portero una parábola doble: de la soledad del hombre y de la guerra fría. ¿Quién da más? En una entrevista con el director escénico Patrick Marber, Pinter muestra que las cosas son más sencillas. Escribió El portero inspirándose en el arrendatario del pisito donde vivía con su primera esposa, en el vecino de abajo y en un mendigo que éste hospedó durante tres o cuatro semanas. Subiendo un día las escaleras, se encontró entreabierta la puerta del vecino y lo vio absorto, mirando por la ventana, mientras su invitado hurgaba en una bolsa minuciosamente: vivían en un palmo, pero en mundos aparte.

El portero, en el montaje de Alfaro, transmite idéntica sensación abisal. Aston invita a Davies, un desconocido sin techo, a compartir su estudio, aunque a la vista está que no se entienden: resulta un huésped invasor, todo verborrea. A él, en cambio, le cuesta un triunfo expresarse. Mike, tercero en discordia, es un tipo desenvuelto, la antítesis de su hermano mayor. Él es el propietario: si no pone a Davies en la calle es por no contrariar a Aston.

El portero es la crónica de

unos pocos días en la vida de dos tipos que no encuentran su lugar en el mundo. Aston está empezando desde cero después de una experiencia psiquiátrica terrible. A Davies también le gustaría recomenzar, pero todo él es puro hábito. No para de equivocarse. En vez de hacerse amigo de su protector, intenta echarle de su propia casa. Mike es el motor de la acción, el truco que Pinter utiliza para reventar, teatralmente, el exceso de realismo: se le aparece a Davies por la espalda, en la oscuridad, siempre por sorpresa. Le pega sustos de muerte. Alfaro ha hecho una puesta en escena minuciosa, en un escenario hiperreal, donde llueve de verdad. Sigue casi al pie de la letra las acotaciones del autor, aligera el texto lo justo. Presenta a Davies roncando y farfullando entre sueños desde la primera noche. Su anfitrión no lo puede soportar. Pinter es más ambiguo al respecto: deja entreabierta la posibilidad de que tales ruidos sucedan en la cabeza lobotomizada de Aston. Luis Bermejo, su intérprete, hace un trabajo estupendo de escucha y deglución de la verborrea del mendigo. Su rostro refleja las peripecias de una lucha interior incesante. El Davies de Enric Benavent salta de la calma a la cólera con la aleatoriedad de un alcohólico, y recula igual de rápido: es de carne y hueso. Ernesto Arias tiene planta de chulo, y maneras. Su Mike resulta impredecible y oscuro.

El portero. Harold Pinter, dirigida por Carles Alfaro. Abadía. Fernández de los Ríos, 42. Madrid. Hasta el 12 de noviembre.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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