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Si yo fuera Israel...

Si yo fuera Israel, tomaría enseguida la iniciativa de una paz global, la única posible. La apuesta es arriesgada. El país está rodeado por una cólera y un odio tales que necesitaría mucho valor y sangre fría para retroceder hasta las fronteras del pequeño Israel, las de 1967. Sin embargo, habría que hacerlo sin vacilar y sin demorarse.

La desastrosa intervención norteamericana en Irak ha roto un equilibrio fundamental. Después de haber apoyado al régimen de Sadam Husein en la guerra contra el Irán islamista y chií, Estados Unidos ha derribado ese mismo régimen iraquí, lo que le ha dado a Irán una victoria por defecto que nunca hubiera soñado. De ahora en adelante, la República Islámica ya no teme ni al Ejército iraquí ni al norteamericano, hace públicas sus ambiciones nucleares, habla de "tachar a Israel del mapa", ejerce su influencia en un Irak donde más de la mitad de la población es chií y se convierte, a través del Hezbolá libanés, en el defensor absoluto de la sagrada causa palestina.

Este giro ha creado una nueva situación. Irak es presa de una atroz guerra civil que enfrenta a suníes y a chiíes, y reabre una fractura que se remonta al tiempo del Profeta. Los regímenes árabes, todos suníes salvo el sirio, ven con mucha inquietud esta guerra, que amenaza con desestabilizarles por medio de las minorías chiíes. Esos regímenes están muy angustiados por la victoria militar parcial del Hezbolá chií en Líbano y más en general por el auge de Irán -el enfrentamiento entre persas y árabes se remonta también a los siglos de los siglos-. De un lado, los regímenes árabes afrontan la amenaza del extremismo chií, y de otro, el suní, el de Bin Laden. Son autoritarios, corruptos, y sus intentos de negociar con Israel nunca han dado frutos. Se sobreviven a sí mismos. Si se convocaran elecciones libres, los partidos islamistas más o menos moderados, que son sus opositores más enérgicos, les barrerían. Llegar a una paz con Israel en unas condiciones aceptables sería una manera inesperada de salvarse.

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Si yo fuera Israel, aceptaría esta paz. Llamaría al rey de Arabia Saudí, Abdallá -sin intermediarios y, sobre todo, sin Estados Unidos-, para aceptar la oferta que realizó en 2002 en la cumbre árabe de Beirut: la paz a cambio de todos los territorios, la paz a cambio de una normalización diplomática, política, económica y cultural... Abdallá dijo entonces: "Permitidme que me dirija directamente al pueblo de Israel para decirle que la paz nace de los corazones y de los espíritus y no de la boca de un cañón". Israel debería proyectar esas palabras sobre el mundo árabe que aquel día asumió la iniciativa de paz.

Harán falta iniciativas draconianas, hay demasiado odio y los regímenes árabes están demasiado corrompidos, pero esta vez Israel tiene que dar a entender que hay que resolver el problema, y no dejar que las cosas se degraden para sustraerse al intercambio fundamental. Sería un cambio histórico comparable al que vivió Europa tras la II Guerra Mundial. Para Israel significaría cambiar radicalmente de política: integrarse en una región que también es suya y apostar por que esa integración sea la garantía principal de su seguridad en el futuro.

Yo llamaría a Mahmud Abbas, el presidente palestino, para decirle que acepto los acuerdos de Ginebra firmados en 2003. Estos acuerdos los habían negociado paso a paso, a título no oficial, las mismas delegaciones israelíes y palestinas que se habían separado tras fracasar en Taba en 2001. Son muy completos, vienen acompañados de mapas muy precisos y de cambios menores de fronteras, aunque respetuosos con todas las resoluciones de la ONU. Son acuerdos que indican en qué condiciones es viable un Estado palestino, con Jerusalén Este como capital. Prevén un dispositivo detallado para los refugiados palestinos: un número limitado volverá a Israel, otros se establecerán en la futura Palestina independiente, y el resto, en los países árabes o en otra parte. Todos recibirán una indemnización de manera que, al final, nadie podrá decir que es un refugiado palestino. Si se aplicaran estos acuerdos, se solucionaría el problema territorial a la vez que el de las personas. Sólo entonces se podrá esperar un apaciguamiento de los corazones sin el cual ninguna paz es duradera.

El primer ministro palestino, Ismael Haniya, pertenece a Hamás, pero tuvo la valentía de aceptar las resoluciones de la cumbre árabe celebrada en Beirut en 2002 que implicaban el reconocimiento de Israel. Esas resoluciones y "el documento de los prisioneros" redactado porlos representantes de Hamás y Fatah encarcelados por Israel podrían haber constituido una base sobre la que empezar a discutir. Pero Haniya parece haber dado marcha atrás desde entonces. Las presiones ejercidas por los dirigentes de Hamás exiliados en Damasco han sido demasiado fuertes, y las señales enviadas por el Gobierno israelí, particularmente belicosas: nuevas edificaciones en las colonias de Cisjordania, preparación de una ofensiva de gran envergadura contra Gaza...

Ningún primer ministro palestino se arriesgará a una apertura histórica mientras lo único que reciba, al final, sean golpes. Pero si surgiera una luz, una esperanza real, podría sin duda apoyarse en una población palestina asfixiada que, en su inmensa mayoría, aspira desesperadamente a una vida normal y digna, es decir, a la paz.

Aunque parezcan semejantes, Hamás y Hezbolá son en realidad muy distintos. El primero es suní y palestino, se identifica con el mundo árabe y lucha (aunque se niegue de manera visceral a reconocer formalmente Israel) por un objetivo realizable: poner fin a la ocupación de la tierra, crear un Estado palestino. El segundo es chií y libanés, no tiene un objetivo concreto si no es el de demostrar que Dios es grande e Irán el más potente.

Israel debería jugar sin vacilar la carta de Hamás en lugar de Hezbolá, y la del mundo árabe suní en lugar del chií dirigido por Irán. Ahora o nunca.

Egipto y Jordania, los únicos países árabes con los que se han firmado tratados de paz, movilizarían todas sus fuerzas para apoyar una iniciativa que les justificaría.

En un segundo tiempo, Israel haría saber a Siria que también tiene las puertas abiertas, que no se firmará la paz contra ella y que saldrá ganando si recupera el Golán. El eje Irán-Siria-Hezbolá saldría debilitado y el régimen de Damasco tendría la oportunidad de salvar la cara y decir a su pueblo que ha ganado. Esta paz se haría al principio con el beneplácito de todos, entre vecinos, antes de recurrir a Estados Unidos, a Europa y al mundo.

Israel podría incluso reconocer ulteriormente la importancia regional del régimen iraní y establecer relaciones con él con la condición de que éste renuncie públicamente a destruirlo. Irán será tal vez una potencia nuclear dentro de 10 años, pero se le desplegaría una alfombra roja si la paz se le anticipara y se creara un Estado palestino.

Los más difíciles de convencer serán los mismos israelíes, a quienes se pedirá la mayor flexibilidad. Con Sharon y Olmert, creían que la solución era unilateral. Cansados de negociaciones infructuosas, hicieron un plebiscito para la retirada de Gaza y la construcción del muro que permitía a Israel mantener las principales colonias, hacinar al otro lado las aglomeraciones de palestinos y fijar a su manera las fronteras "definitivas". Pero el muro resultó ser una irrisoria línea Maginot, y el principio de unilateralidad, una ilusión peligrosa.

Sharon se retiró de Gaza sin negociar nada y el vacío que dejó lo llenaron los cohetes de Hamás y de la Yihad Islámica. Barak se retiró del sur de Líbano en 2000 sin negociar nada y el vacío que dejó se convirtió en la tierra de los misiles y las fortalezas de Hezbolá.

Dar la espalda e irse no es la solución, no hay muro alguno tras el cual Israel pueda esconderse. No hacer nada llevará a una guerra perpetua y, al final, al desastre.

La paz sólo se consigue buscándola; ésta es la única manera. Es lo que hicieron Nelson Mandela y Frederik de Klerk...

Sélim Nassib es escritor libanés. Traducción de Martí Sampons.

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