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Extrema derecha

Tras las recientes elecciones municipales belgas, el fantasma, más que real, de la extrema derecha europea cabalga de nuevo, irredento, pendenciero, analfabeto, pero contumaz y efectivo, frente al miedo a la inmigración, el cultivo exacerbado y brutal de la xenofobia y el racismo, la alarma frente a la corrupción política o económica, la inseguridad ciudadana (especialmente en las zonas más vulnerables de las grandes urbes europeas), la cuidada desafección al sistema de partidos (que es sistemáticamente presentado como perturbador y origen de desórdenes, decadencia de los valores tradicionales de la nación y fuente de todo tipo de atropellos, dejaciones y nepotismos), y el cultivo de la constante pérdida de confianza en las instituciones democráticas del Estado (a las que se acusa no sólo de no poder, ni saber, sino de no querer solucionar los graves problemas que supuestamente atenazan la libertad de los ciudadanos nacionales).

Horadar las instituciones representativas del Estado democrático, criticando cuando conviene su legitimidad, ha sido desde los tiempos del ascenso del nacionalsocialismo alemán parte de la propaganda y estilo táctica de la ultraderecha europea, y en tiempos no tan remotos, española.

El fenómeno de la ultraderecha, de la extrema derecha, en Europa, desgraciadamente no se circunscribe sólo a Bélgica. Existen partidos de extrema derecha en Austria que desgraciadamente cuentan en la vida política de ese país. En Francia, Le Pen alcanza repetidamente el l0% o el 15% de las intenciones de voto seis meses antes de las elecciones nacionales. En Dinamarca, el Partido Popular Danés representa el 13% de los electores y es parte de la mayoría parlamentaria, aunque, afortunadamente, no está en el Gobierno. En Eslovaquia, el Partido Nacional Eslovaco, fuertemente nacionalista, profundamente antihúngaro y antigitano, se ha convertido en la tercera fuerza política en las elecciones del pasado 18 de junio con el 11% de los votos. Y en Polonia, la católica y profundamente antieuropea Liga de las Familias llegó a alcanzar el 8% de los votos en las elecciones de septiembre de 2005 y, desde ese momento álgido, participa en el Gobierno polaco.

Ciertamente, no es un buen panorama para Europa, pero tampoco lo es para España. En nuestro país, después de treinta años de democracia -incluida la transición y aprobación de la Constitución de 1978-, la extrema derecha política, felizmente, ha ido dejando de tener representación parlamentaria. Todo lo referido a ella nos parece lejanísimo a los que tenemos hoy cincuenta o más años. Porque para nuestra generación, y todas aquellas de españoles que, como actores o espectadores, vivimos la agonía interminable del franquismo, ha pasado mucho tiempo desde que la Plaza de Oriente cortejaba la mano incorrupta de Franco al ritmo de aguiluchos, heráldicas varias y tronadoras canciones fascistas. Hoy día, la situación no es ésa.

En la actual composición de nuestro Congreso de los Diputados no hay ninguna fuerza de extrema derecha, ninguna. Por otro lado, también hay que aclarar al unísono que en nuestro Congreso de los Diputados no hay ninguna fuerza de extrema izquierda. Tampoco hay en nuestro Congreso de los Diputados fuerzas radicales. Luego en España no hay ningún problema con la extrema derecha en nuestras instituciones parlamentarias. Ni en ninguna otra institución del Estado Democrático de Derecho, felizmente. No están, ni se les espera. La democracia, nuestra democracia, nuestro régimen de libertades, ha podido más y ha ganado la dura batalla contra la intolerancia y contra los liberticidas.

Pero hay grupúsculos extraparlamentarios que pueden ser alimentados por actitudes inciviles y gravemente peligrosas para nuestra democracia.

Esas actitudes son las que consisten en horadar las instituciones del Estado por, en algunos casos equivocados, mero afán de supuesto lucro electoral, o, en otros, de insuflar aliento a grupos, personas o medios colectivos que, no presentándose a las elecciones, aspiran a controlar sectores de nuestros partidos democráticos (véase a tal efecto toda la campaña periodística-digital-radiofónica en torno a la presunta conspiración sobre el 11-M), suplantar la voluntad de sus votantes y de algunos de sus cargos electos, y distribuir cotidianamente veneno y odio entre españoles.

Son aquellos, ferozmente dogmáticos, que imparten diariamente doctrinas incendiarias según las cuales España fenece, el mundo se hunde y la política va sobrando. Son aquellos que arremeten contra demócratas por serlo. Son aquellos que pretenden ser la quintaesencia de la democracia y no representan sino el perfil, peor, de los intereses corporativos y las necesidades personales.

Ese atroz dogmatismo, que sí es propio de la extrema derecha, es hoy cultivado por algunas emisoras radiofónicas, por algunos medios escritos y por algunos altavoces y corifeos públicos que van haciendo de la intolerancia, la ceguera, la exageración y el Apocalipsis cotidiano caldo de cultivo que engorda la visceralidad de la "pequeña" extrema derecha española. En nuestra acción política democrática convendría, por parte de todos, pensar en ello, denunciarlo y evitarlo.

En España, tras la recuperación democrática de la libertad, la extrema derecha no se ha consolidado. Pero está en boca de algunos, y es un deber urgente de los partidos democráticos ir recuperando el espacio perdido atrayendo especialmente a los jóvenes españoles con ideas positivas acerca de la inmigración, la igualdad social y la libertad para todos como esencia que son de la democracia misma. Ésta es nuestra primera obligación en los albores del siglo XXI.

Joaquín Calomarde es diputado del PP al Congreso por Valencia.

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