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Columna
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El pelotazo del diablo

El dinero es el lenguaje del diablo. Escribió esa frase en su cuaderno de pensamientos y después, mientras el camarero de la cafetería en que estaba sentado le traía el desayuno, se puso a leer un libro de Shelley, a escuchar el ruido maravilloso de la tormenta que caía sobre Madrid y a pensar en su chica capicúa. Cuando el autor de Defensa de la poesía le dijo que el amor es un espíritu dividido en dos formas, estuvo tan de acuerdo que le contestó en voz alta, como si en lugar de en el pasado Shelley estuviese allí: a mí me lo vas a contar.

"Claro, es que la poesía es el lenguaje del amor y el dinero es el lenguaje del diablo", se dijo Juan Urbano mientras echaba azúcar en su café.

Inventan un fraude con el que se hacen millonarios y luego le ponen un nombre técnico

"Porque no hay más que ver lo que hace alguna gente en cuanto oye a los billetes de quinientos euros susurrarle tentaciones al oído". Claro que, si yo hubiese estado allí, le podría haber dicho que cada uno ve y escucha en cada cosa lo que quiere, o lo que le interesa, y por eso donde Pablo Neruda entendió que "la paloma está llena de papeles cortados", otros descubren que el poder está lleno de dinero fácil, monedas obedientes, fortunas a veces desenterradas de la tierra más oscura de este mundo.

Como cada mañana, Juan Urbano leía los periódicos mientras desayunaba, y se sentía escandalizado por el asunto de la especulación en Madrid. Pensaba que a seis meses de las próximas elecciones municipales y autonómicas, el único argumento que tenían los dos grandes partidos, PP y PSOE, era tirarle al contrario ladrillos a la cabeza. Porque el diablo también le habla al oído a los que no creen en él, y si lo de las filas conservadoras era un escándalo con forma de reptil, cuya cabeza estaba en el modo en que ganaron las elecciones anteriores y cuya cola se movía en Yebes y Villanueva de la Cañada, los lugares donde, presuntamente, la familia de la presidenta Esperanza Aguirre ha ganado millones gracias a la recalificación de diversos terrenos y, al parecer, con la ayuda del entonces director general de Urbanismo de la Comunidad de Madrid, en el bando opuesto, el de los socialistas, no daban abasto a la hora de quitarse de encima a dirigentes como el alcalde de Ciempozuelos, al que han obligado a dimitir ante la sospecha de operaciones urbanísticas irregulares que tienen como origen lo de siempre: la recalificación masiva y fraudulenta de suelo en ese municipio.

A Juan Urbano le dio rabia que la presidenta de la Comunidad y sus parientes acusados de especular llevasen el apellido Gil de Biedma.

"Fíjate qué horror", le dijo a Shelley, "con lo que me gusta a mí la poesía de Jaime Gil de Biedma, que, por cierto, era un gran admirador de tu obra, y tener que aguantar ahora que su apellido no salga en las páginas de Cultura sino en las de política, y siempre dentro de informaciones que hablan de corrupción... ¿Será un síntoma de los tiempos que vivimos el que lo que antes sirvió para la poesía ahora sirve para el delito?", se preguntó nuestro filósofo. Debe ser que sí, sobre todo si le prestamos atención a las justificaciones que ofrecen en el Partido Popular, donde consideran absolutamente legal el pelotazo urbanístico que permitió a José Gil de Biedma, tío de Esperanza Aguirre, ganar 2,1 millones de euros tras vender unos terrenos por un precio diez veces superior al de compra, después de que fueran recalificados por Enrique Porto.

"O sea, que es lo de siempre", se dijo Juan Urbano: "primero inventan un fraude con el que se hacen millonarios y luego le ponen un nombre técnico, por ejemplo recalificar, al que la Prensa suele poner, a su vez, otro nombre despectivo, en este caso pelotazo, y entre una palabra y la otra van creciendo los billetes de quinientos como las amapolas en las cunetas de las autopistas, a la vista de todos pero sin que nadie sepa cómo han llegado allí. Flores de otro mundo, como llamó a una de sus películas Iciar Bollaín.

Un mundo lejano que vive entre nosotros y que, ladrillo a ladrillo, nos va invadiendo, nos quita nuestros bosques, nuestras casas, nuestro oxígeno... Es como en las películas de marcianos, sólo que en lugar de llegar los alienígenas, los que llegan por parejas son un político y un constructor. El último sorbo de su café le supo muy amargo a Juan Urbano.

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