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Columna
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La productividad y la regulación

Joaquín Estefanía

Hay un consenso total en que el débil comportamiento de la productividad desde mediados de los noventa es el principal problema de la economía española. Esta fragilidad es la que arroja mayores dudas sobre la sostenibilidad de un modelo que está en su ciclo alto desde hace más de una década. ¿Es la especialización de la economía española (el ladrillo y la fuerte demanda interna) la causante del bajo nivel y de la pobre dinámica de la productividad total en España? El cambio de modelo económico formaba parte del programa electoral con el que el PSOE ganó las elecciones, en 2004.

Un estudio publicado recientemente trata de descubrir los secretos de la productividad en España. Se trata de Productividad e internacionalización (Fundación BBVA), y está dirigido por uno de los mejores economistas de nuestro país, el director del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, Francisco Pérez García, que ya había dirigido hace tiempo otros análisis sobre la productividad (entre ellos La competitividad de la economía española: inflación, productividad y especialización. Estudios Económicos de La Caixa). La productividad es la cantidad de producción que se es capaz de generar con una unidad de factor productivo. Para comprender la significación de este concepto basta con pensar que el PIB per cápita (que mide el bienestar personal del ciudadano de un país) es el producto de dos relaciones: el porcentaje de la población que está ocupada (la tasa de empleo) y lo que es capaz de producir cada uno de esos ocupados (la productividad del trabajo).

En el primer estudio citado se subraya la diferencia entre productividad, convergencia y competitividad. La convergencia real es el logro de una reducción -o la eliminación completa- de las diferencias en renta por habitante o en productividad entre dos o más países. Las acepciones del término competitividad le otorgan un significado amplio que va más allá de la posición de las economías en los mercados internacionales, para valorar también los resultados de las mismas en los principales indicadores económicos como la renta, el empleo y la productividad desde una perspectiva de medio plazo y en comparación con los logros de otras economías.

El interés por comprender y comparar el crecimiento económico de los países es tan antiguo como la propia economía, como certifica el título de la principal obra de Adam Smith. Un reciente estudio de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) propone en esencia que la diferencia de productividad entre los países se explica en relación a los distintos marcos regulatorios. No es tan fácil. El Servicio de Estudios de La Caixa ha publicado recientemente un documento titulado El problema de la productividad en España: ¿cuál es el papel de la regulación?, en el que tras demostrar hasta qué punto la evolución de la productividad determina el bienestar económico futuro (y, por lo tanto, resaltar que la pobre evolución de la productividad en la economía española, entre las peores de Europa y a mucha distancia de EE UU, es un hecho alarmante), los autores -Jordi Gual, Sandra Jódar y Álex Ruiz Posino- sacan algunas conclusiones no exentas de polémica: no es cierto, como se ha dicho, que el fuerte crecimiento de la ocupación imposibilite un mejor comportamiento de la productividad; no es verdad que la tendencia a los servicios de la economía española conlleve una ralentización inevitable de la productividad; tampoco que una dotación insuficiente de infraestructuras o de capital humano expliquen el mal resultado en términos de productividad.

Tras los pobres resultados en términos de productividad podrían encontrarse el insuficiente aprovechamiento de la acumulación de capital tecnológico y las rigideces institucionales y regulatorias de la economía española, pero en la medida en que el entorno regulatorio afecta a la capacidad innovadora, este estudio muestra que el problema no es tanto de intensidad regulatoria, sino de calidad regulatoria. Y concluye: la relación entre regulación e innovación no es necesariamente negativa, sino que hay que repensar el marco regulatorio y orientarlo de tal modo que facilite la difusión de la tecnología de la que el país ya dispone al conjunto del tejido productivo.

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