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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tranvía al Besòs

"L'estaves esperant", dice la publicidad de la nueva línea del tranvía, que discurre por la Gran Via entre la plaza de les Glòries y la rambla de Prim, inaugurada este fin de semana con viaje gratis total para todo el que se acercara por allí. No sé si esa línea la estábamos esperando o no. En todo caso muchos con cierta edad y una pizca de memoria nunca alcanzamos a comprender por qué la ciudad se deshizo tan rápidamente de este sistema de transporte, reduciéndolo al amable pintoresquismo del Tramvia Blau. Las últimas líneas, la 49 y la 51, se suprimieron en 1971, a las puertas pues de la crisis petrolífera y cuando la contaminación de la atmósfera en las grandes concentraciones urbanas empezaba a ser noticia recurrente de portada. Seguramente por eso los eliminaron, porque no contaminaban. A los tranvías les ocurrió lo mismo que a los planes de estudio de bachillerato o a las carreteras flanqueadas por plátanos: alguien con poder decretó un buen día que olían a rancio y los suprimió de un plumazo, sin atender a razones. Otros países con mayor sentido de la tradición o del paisaje supieron aguantar el falso tirón de la modernez: en Francia, sin ir más lejos, uno puede todavía hoy circular por agradables y sombreadas carreteras comarcales sin desnucarse necesariamente, amén de que los padres saben situarse con precisión en el currículo escolar de sus hijos porque las autoridades académicas han tenido a bien no confundirles cambiando cada dos por tres los programas escolares. Del mismo modo, Barcelona hubiera podido ser una ciudad de tranvías, como nunca dejaron de serlo Milán y Ginebra. Es cierto que la muerte, en 1926, de Antoni Gaudí bajo las ruedas de un convoy de la línea 30, en plena Gran Via, despertó una honda aversión a los raíles, pero a cambio la huelga de 1951 contra el aumento del precio del billete (de 0,50 a 0,70 pesetas) suscitó un sentimiento de orgullo ciudadano como acaso no se volvió a registrar hasta 1992. En cualquier caso, han hecho falta más de tres décadas e interminables polémicas para que hoy vuelvan a cantarse las excelencias del tranvía. En la actualidad se llevan construidos 32 kilómetros de línea entre el área del Baix Llobregat y la del Besòs, hay varios tramos más en fase de realización -hasta Sant Feliu por el lado del Llobregat y hasta Badalona por el del Besòs-, y las cifras de usuarios no paran de crecer: en 2006, más de 12 millones de ciudadanos -se dice pronto- utilizaron este transporte público. Y es que vale la pena hacerlo. El viaje de Glòries hasta la parada de Besòs, un trayecto de 2,88 kilómetros, tiene una primera parte emocionante, de auténtico deporte de riesgo: el giro para ir a buscar la Gran Via se las trae en esa plaza que sintetiza todos los despropósitos barceloneses en materia de plazas. A la de las Glòries le ocurre lo mismo que a los planes de estudio: se proyecta cambiarla a cada tanto, deprimiendo lo que antes se elevó, dando forma cuadrada a lo que en otro momento la tuvo redonda y denostando cuanto en su día mereció premios internacionales. El tranvía pasa discretamente entre todo este cúmulo de desgracias, situándose en paralelo a la rampa de salida de la ciudad, ante lo que fue la fábrica de Olivetti. La parada de La Farinera se halla deprimida, por debajo del nivel de circulación de los coches. En cambio, la siguiente, la de Can Jaumandreu, a la altura de la calle de Llacuna, ¡alehop!, se sobrepone, proporcionando al viajero una extraña sensación de euforia, nada justificada si se tiene en cuenta que precisamente aquí descarriló un convoy en pruebas a finales del mes pasado. De hecho, es la parte del trayecto donde el tranvía chirría más, emitiendo ese gemido otoñal, largo y triste que siempre distinguió a las ciudades con tranvía. A partir de ahí la línea procede en paralelo al asfalto, en un cajón de hormigón abierto que permite comparar velocidades: los coches pueden circular por ahí hasta una velocidad de 80 kilómetros por hora. El tranvía puede alcanzar como máximo los 70, pero parecerán 120 a poco que los coches se queden embotellados. A lado y lado de la vía, al pie de los bloques de viviendas, se está realizando una urbanización muy sensata, con zonas de juegos y amplios paseos arbolados en el que no tardarán en surgir soleadas terrazas. También han empezado a instalarse las primeras peinetas antiacústicas diseñadas por el desaparecido Enric Miralles, unas pantallas pixeladas con colores vivos que conceden al conjunto un despejado y dinámico aire europeo, del que conviene ponerse rápidamente a cubierto acercándose, por ejemplo, a un restaurante de toda la vida, Can Pineda, en el Clot, en la calle de Sant Joan de Malta tocando a la Gran Via. Si no han reservado (teléfono 93 308 30 81; cierran domingos y lunes) no tienen ninguna posibilidad de encontrar mesa. Pero justo al lado, en el celler Ca' La Paqui, podrán resarcirse del disgusto con unos berberechos, unas anchoas y unas navajas de antología. Y es que si nos sentimos espasmódicamente inclinados a cambiar los planes de estudio, a urbanizar y desurbanizar plazas y a quitar y poner tranvías, en materia de aperitivos nos mostramos siempre fieles a nosotros mismos. Qué extraño es todo.

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