Dumbo
SUBÍA POR BROADWAY, completamente sumida en mi maraña mental, esquivando todo el tiempo a esas ancianas centenarias, de cuerpo retorcido como el de los olivos mallorquines, que van agarradas a un andador en el que transportan perros viejos como ellas o la compra del día; ancianas que probablemente son supervivientes del Holocausto y que en sus últimos años de vida han decidido desafiar a los transeúntes haciendo quiebros raros con su carrito, o asustar a los conductores, cruzando las calles por donde les sale de las narices, provocando frenazos y colisiones múltiples. En los últimos tiempos han atropellado a dos ancianas, justo ahí, cerca de mi casa: una, en Duke Ellington Avenue; la otra, en Humphrey Bogart Place, el lugar donde estaba la casa del Bogart niño. Esas dos ancianas habían nacido en Polonia,Austria o Rusia; esas ancianas habían huido de campos de concentración; esas ancianas habrían cruzado el continente europeo en llamas, buscando familiares muertos de un país a otro, haciéndose pasar por gentiles, esperando barcos que las llevaran a un nuevo mundo; esas ancianas que pasaron hambre y frío, y que perdieron a sus padres; esas ancianas que llegaron a Staten Island y dejaron que el aduanero les americanizara el apellido, que salieron adelante cosiendo, poniendo negocios precarios de delicatessen, cruzando la ciudad de punta a cabo todos los días, del trabajo al pequeño escondrijo que servía de hogar; esas ancianas que tuvieron hijos en el nuevo país y los sacaron adelante, que fueron las mujeres más bellas y valientes que haya conocido esta ciudad, y llevan en su cuerpo guerras, exilio, partos y casi cien años, de pronto, a última hora, se vengan de toda su historia, que es la historia del siglo XX, y van con el carro andador por donde les sale de las narices (narices prodigiosas, por cierto), y mucho cuidado si te interpones en su camino porque la vida les enseñó a no detenerse ante nada. A mí me da mucho miedo que me pille una anciana con andador. Debe de ser un miedo compartido porque la gente se aparta de ellas. Cada poco hay un frenazo en mi esquina: es un conductor al que se le ha echado encima una anciana que cruza la calle en diagonal. Cuando se da la triste circunstancia de que la anciana no sobrevive al golpe, los rotativos se ponen invariablemente de parte de la ancianita. El titular suele ser: Superviviente del Holocausto muere atropellada. Lógicamente, ante semejante titular, uno no tiene elección. Esta semana, digo, iba yo por la calle, sumida en un ejercicio mental que me ha puesto mi terapeuta: no permitir que mi mente dedique más de media hora al día a la política española. Dicho ejercicio está siendo muy duro para mí, casi como para Mel Gibson dejar el alcohol. En cuanto me descuido, reincido. Vuelvo a ello como las moscas vuelven a la bullshit (como dijo Cebrián), y eso que, hablando de moscas, intento centrarme en lecturas de otro jaez, como la que me ha tenido fascinada los últimos días: los insectos. Si el hombre desapareciera del planeta, ningún insecto se vería afectado por su ausencia salvo dos tipos de piojos. Más cosas: el peso de todas las hormigas del planeta es mayor que el peso de todos los humanos (¿no es fantástico?). Más: el hombre necesita al insecto, pero el insecto puede vivir sin el hombre. Son cosas que dejó en mi cabeza el mayor especialista del mundo en hormigas, Edward O. Wilson, y que me tuvieron por ratos entretenida. También los estremecedores reportajes que en los últimos tiempos han venido apareciendo sobre la rebelión de los elefantes en el mundo. Sí, rebelión. En estas últimas décadas se están produciendo ataques violentísimos de los elefantes a los humanos, y un grupo de naturalistas especialistas en psicología animal ha llegado a la conclusión de que el elefante, uno de los animales con una estructura familiar parecidísima a la humana, se está vengando del trauma que ha supuesto su exterminio en Uganda, por ejemplo, donde se mataba a los elefantes adultos para arrancarles los colmillos delante de sus hijos. Los hijos hacían el duelo a sus mayores y almacenaban en su memoria la visión del crimen. Los elefantes jóvenes vivían a partir de ese momento sin modelos de los que aprender; las familias quedaban desestructuradas, sin las matriarcas, que son las que ponen orden. El elefante padece el mismo síndrome postraumático que los niños y jóvenes ugandeses que sufrieron la crueldad de Amin Dada, y en un santuario de elefantes de Estados Unidos se les trata del trauma igual que a un humano, intentando devolverle la confianza en el mundo. Algunos de esos elefantes provienen de África; otros, de los circos. Eso me trajo a la memoria Dumbo, esa película visionaria en la que la madre del elefantito se volvía loca y era apresada. ¡Por Dios!, ¿puedo pedirles a los detractores de Disney, a los que sólo hacen de sus dibujos una lectura reaccionaria, que al menos nos dejen creer en Dumbo? Digo que iba por la calle, pensando en que tal vez debería elegir pensamientos más alegres que sustituyan a la intoxicación mental de política española que sufre mi pobre cerebro (porque lo de los elefantes es para morir de pena) cuando vi que en una esquina se había montado un atasco de ancianas con andador. Pensé: lo sabía, estaba cantado que esta desgracia tenía que ocurrir en algún momento. A punto estaba de cambiar de acera cuando vi que no se trataba de un atasco propiamente dicho, sino que las ancianas centenarias, apoyadas en sus andadores, veían la tele de un escaparate. En la pantalla aparecía el hueco ardiente del edificio de la calle 72 y, antes de enterarme de nada, un pensamiento aún peor que el de los elefantes me vino a la cabeza: "Oh, Dios mío, ¿no empezará a haber ahora espontáneos del terrorismo?". Cómo están las cabezas.
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