_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Madrid de los musicales

Aquel Madrid de los sesenta no era pródigo en espectáculos. En el cine metían tijera y estrenaban con años de retraso y el teatro arriesgaba lo justo refugiándose en los clásicos. Lo más atrevido era la revista, allí donde situaba el franquismo su frontera de la permisividad. Música, lentejuelas y sobre todo chicas, chicas guapas y con piernas. Los teatros se llenaban, especialmente de paletos. Para los provincianos, una visita a la capital no tenía la misma dimensión sin pasar por uno de esos templos de la frivolidad. Los tiempos cambiaron, los de pueblo dejaron de ser paletos, y el descoque halló sus límites en otros soportes menos ingenuos a cuyo lado las chicas de la revista parecían un coro de mojigatas. El género languideció hasta su práctica extinción. Hubo otros espectáculos, pero nunca configuraron una oferta compacta que creara por sí misma un foco de atracción para Madrid. Eso lo han logrado ahora los musicales. Con la excepción de Londres y París, no hay en la actualidad ninguna ciudad europea que presente una cartelera tan completa como la de nuestra capital. Cinco y hasta seis obras llegan a coincidir en los escenarios de la ciudad y, a juzgar por su permanencia en cartel, el negocio parece rentable. Durante el año pasado, un millón largo de espectadores vieron los espectáculos más punteros Mamma mía, Cabaret y Hoy no me puedo levantar. Cuarenta y tres millones de euros alcanzó la recaudación la pasada temporada. Y eso no es lo mejor, los cálculos del Ayuntamiento sitúan entre los 200 y los 300 millones de euros los ingresos directos que esta actividad genera en Madrid. Los expertos atribuyen al auge de los musicales una buena parte del incremento de visitantes experimentado por nuestra capital en los últimos años ya que, según sus cuentas, el 55% de los espectadores visitaron Madrid por ver una función. Al de estas frías aunque sustanciosas cifras hay que añadir un fenómeno impagable para la ciudad. Los musicales han logrado reanimar la vida cultural y de ocio en espacios del centro, especialmente la Gran Vía, cuando la actividad comercial y de oficinas amenazaba con no dejar abierta ni una sala.

Este elemento vivificador no ha surgido aquí por casualidad. Detrás hubo y hay empresarios y artistas que apostaron por los musicales en Madrid a pecho descubierto. Habría que remontarse a 1975 para fechar el primer intento de montar aquí un musical al estilo de Broadway. Fue Jesucristo Superstar, la ópera rock de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber que presentaba a Jesús de Galilea como un hippy políticamente comprometido. Estrenada en Nueva York cinco años antes, subió a los escenarios madrileños con un Camilo Sesto haciendo de Jesús, una bella Magdalena llamada Ángela Carrasco y un Judas Iscariote encarnado por ese tipo que ahora nos vacía los bolsillos desde la Sociedad General de Autores y que responde al nombre de Teddy Bautista. El espectáculo arrasó. Con cuentagotas, surgirían después otros montajes importantes como el de Evita en 1980 que protagonizó Paloma San Basilio o Los miserables, también de Webber, que produjeron en 1992 Plácido Domingo y José Tamayo. La grandiosidad de aquel montaje logró atraer un espectador nuevo al género. En la fidelización de público sería después decisiva la contribución de El hombre de La Mancha en la que con gran osadía se ganó la vida cantando el genial actor Pepe Sacristán. Los magníficos resultados cosechados por esa obra en el Lope de Vega animarían además otros proyectos más ambiciosos como Víctor o Victoria, My fair lady y sobre todo El fantasma de la ópera. Así hasta llegar a los dos estrenos de esta temporada, Los productores, del gran Mel Brooks, y Mar y cielo, de Dagoll Dagom. Hasta Santiago Segura al que nunca imaginé bailando -y menos cantando- hace bien su trabajo sobre el escenario del Coliseum, el resto del reparto incluido el superversátil José Mota, de Cruz y Raya, se sale. La de Dagoll Dagom en el teatro Gran Vía es la misma obra que representaron con éxito en el Albéniz hace 16 años, pero con una nueva producción y sobre todo más tecnología en efectos especiales. Son, en definitiva, espectáculos ambiciosos con grandes artistas que constituyen por sí solos un gancho para los foráneos. Los musicales son un éxito para quienes los producen y también lo son para Madrid.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_