Para no volver
Hace años que la historia se coló en el taller del novelista y allí sigue instalada. Es la que narra la frustración brutal de un proyecto de modernidad ética, ideológica, histórica y su reanudación en plena democracia, como si también el novelista necesitase acudir a la historia para garantizar la nueva personalidad de la sociedad española, y no pudiese pasar por alto sin más las averías públicas y privadas que nos hacen como somos hoy. El instinto reivindicativo puede ser mayor o menor, pero colectivamente son muchas ya las buenas novelas, y ésta lo es (además de ser la mejor novela del autor) que afirman por vía metafórica, sin la explicitud patosa de las novelas de tesis, la alegría de un final casi inverosímilmente feliz para una sociedad tan maltratada.
EL ABRECARTAS
Vicente Molina Foix
Anagrama. Barcelona, 2006
447 páginas. 20 euros
Las cartas han sido para Vi
cente Molina Foix (Elche, 1946) la herramienta de construcción de ese relato siempre íntimo y siempre construido con la historia, sin perderla de vista un momento, y casi convirtiéndola en protagonista absoluta de la novela por elusión, por elipsis. Ningún narrador va a venir a aclararle al lector episodios y tramos históricos que son el escenario de las vidas de los corresponsales, ni tampoco va a ayudarle a explicar ni quién es ni qué hace Carlos Bousoño en México o por qué puede aparecer y reaparecer el nombre de Ramón Serrano Suñer, por qué el penal de Ocaña tiene el mal nombre que tiene o por qué fascinó a algunos un personaje como Antonio Maenza. Los datos de historia se integran en la vida de cada cual y se logra recrear el presente de cada etapa con verosimilitud y muchas veces con intención (aunque se escapen detalles, como unas fotocopias imposibles en 1955...).
El lector deberá superar el artificio innato a las novelas que carecen de narrador porque se cuentan las historias mismas en las cartas, como el espectador de ópera deberá aceptar la convención de escuchar a gentes que hablan a bocinazos hermosísimos. No siempre se distinguen de manera suficiente unas de otras, ni siempre se logra introducir el dato que explica un conflicto con la sutileza y naturalidad de una carta real. Pero se logra casi siempre y el mapa moral que resulta está alimentado por un autor sin obstinaciones ni ideas forzadas, incluso a pesar de que haya tantos protagonistas homosexuales, masculinos y femeninos, desde Vicente Aleixandre hasta el citado Maenza, y de García Lorca a personajes anónimos. Porque ésta es otra virtud de la novela: el ensamblaje entre el anonimato de muchos de ellos y la dimensión pública de otros, que aparecen con sus nombres y hechos, casi siempre al menos (aunque alguna razón habrá para que cuando se espere junto a Enrique Múgica o a Javier Pradera el nombre de Julio Diamante salga Julio Rubín). En todo caso, el exilio de los profesores de los años sesenta, la cafrería franquista y las agresiones del falangismo, la vida imaginativa de Eugenio d'Ors o las fiestas modernas de gentes como Alberto Puig Palau, la huida de otros y la lenta tramitación de los permisos para ser joven, moderno, de izquierdas y sesentayochista, con aborto, Wilhem Reich y canutos por en medio, construyen una geografía muy real para un tiempo histórico que a veces se antoja inventado. La novela pone de su parte lo que debe: verdad humana y debilidades débiles (como la del delator, quizá el personaje más forzado y el más difícil de retratar) y lealtades fuertes a la memoria, a la sexualidad propia, a la ética del compromiso y a la vida como expectativa abierta y feroz.
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