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Debates, lenguas, televisiones

Ante todo, una ovación cerrada para el director de campaña del Partit dels Socialistes, Pepe Zaragoza: si, con relación a la demanda de un debate Artur Mas-José Montilla, los convergentes llevaban desde hace meses la iniciativa y el PSC parecía más bien incómodo, a la defensiva, la singular propuesta surgida de la calle de Nicaragua -dos debates, uno en catalán por una cadena privada de Cataluña y otro en castellano a través de alguna de las grandes televisiones privadas de ámbito español- ha tenido la virtud de invertir la imagen del asunto: ahora, la desazón y la necesidad de justificarse se han trasladado al campo de CiU, y Artur Mas aparece en el desagradable papel del que rehúye el duelo. Como maniobra táctica, pues, un éxito socialista.

El asunto, sin embargo, tiene muchas otras implicaciones que tal vez merezca la pena desmenuzar. Entre las estrictamente televisivas está la flagrante asimetría de los dos debates propuestos por el PSC. En efecto, mientras que las cadenas españolas que podrían acoger el cara a cara en castellano acumulan dos décadas de trayectoria y unas audiencias en Cataluña cercanas al 19% de cuota de pantalla cada una, las televisiones privadas que podrían hacerlo en catalán son mucho más jóvenes y poseen audiencias mínimas, del 2% o el 3 %, porque la hegemonía de la televisión en catalán la mantienen las dos cadenas públicas, TV-3 y Canal 33. Por otra parte, ¿ha averiguado alguien si los responsables de programación de Antena 3 y Tele 5 estarían dispuestos a arruinar su share semanal emitiendo para toda España -tal es la oferta del PSC- un cara a cara en el que Montilla y Mas discutiesen sobre el Cuarto Cinturón, el despliegue de los Mossos d'Esquadra, los barracones escolares, la Ley de Barrios o -pongo por caso- la gestión de la consejera Mieras en el Departamento de Cultura? ¿Cuántos millones de telespectadores se engancharían a eso en Las Palmas, Pontevedra, Albacete o Burgos?

Seamos serios: como es lógico, un debate electoral Mas-Montilla interesa de modo masivo únicamente en Cataluña. Y aquí -lo acaba de reconocer hasta Josep Piqué- no existe en la sociedad ni conflicto lingüístico ni tampoco barrera lingüística. Por eso resulta inquietante el comentario de José Montilla según el cual un debate en la Televisió de Catalunya y en catalán supondría desdeñar a la mitad de los catalanes. ¿Desdeñarlos? ¿Acaso la práctica totalidad de los catalanes que tienen como primera lengua el castellano no entienden también perfectamente el catalán? ¿Acaso, cuando la emisión les interesa, no sintonizan TV-3? Para no recurrir al manido ejemplo de los partidos del Barça, invocaré mi propia experiencia como telefonista voluntario en todas las ediciones de La marató de TV-3: cada año, un porcentaje muy significativo de las llamadas atendidas son de ciudadanos castellanohablantes a los que la lengua no les impide ni seguir el programa ni hacer su donativo. Y bien, ¿vamos a considerar un choque futbolístico o una colecta solidaria más atractivos, más importantes para el público que la confrontación dialéctica entre los dos principales aspirantes a la Generalitat?

Durante tres décadas, el espectro político catalán de modo transversal, pero especialmente la izquierda, ha defendido la tesis que se resumía en aquel eslogan de més que mai, un sol poble; hemos rechazado dividir a los catalanes por razón de nacimiento o de lengua, del mismo modo que supimos esquivar en su día (aquí, es obligado un recuerdo de gratitud para Marta Mata) el riesgo de la doble red escolar. Y ahora, ¿vamos a compartimentar a la ciudadanía según su adscripción televisiva, en función de si les explican las noticias Pedro Piqueras y Matías Prats, o bien lo hacen Josep Cuní, Lluís Caelles y Mònica Terribas? Es obvio que entre los ciudadanos televidentes de Cataluña coexisten dos sistemas de representación, dos universos simbólicos, dos imaginarios colectivos, dos star-systems mediáticos parcialmente distintos, uno más español y el otro más catalán, y no niego que ello pueda tener ciertas repercusiones en el comportamiento electoral. Pero, suponiendo que tal cosa deba corregirse, ¿se corregiría emitiendo un debate de 60, 90 o 120 minutos en Tele 5?

Resulta evidente que no. Y es a la luz de esta evidencia cuando el planteamiento del PSC a propósito de los debates suscita más perplejidad. En efecto, si incluso en la actual etapa política TV-3 no está siendo un instrumento eficaz para alertar a la mitad de los catalanes de que el 1 de noviembre deben ir a votar, y es preciso recurrir para ello a Antena 3 o Tele 5, ¿cuál es la solución a medio plazo? ¿Convertir TV-3 en un remedo regional de esas cadenas privadas españolas? ¿Rebajarla de televisión nacional a mera televisión autonómica, complementaria, al modo de Telemadrid o Canal 9? ¿Hacer que emita parcialmente en castellano, como propugna algún partido extraparlamentario y ligero de ropa? Expresémoslo de otro modo: no digo la intención, pero la lógica argumental empleada por el Partit dels Socialistes para defender su propuesta de debates conduce a agrupar las elecciones catalanas junto con las municipales y las autonómicas de 14 comunidades que se celebran cada cuatro primaveras, la próxima vez en mayo de 2007. Así, los mensajes preelectorales serían omnipresentes, y los catalanes que sólo ven cadenas de ámbito estatal se sentirían por fin impelidos a las urnas, y la participación aumentaría de una vez.

A propósito de la participación, empero, reina entre nuestros políticos una gran, grandísima hipocresía. Todos la quisieran más elevada, y se la arrojan mutuamente a la cabeza para cuestionar legitimidades y erosionar victorias. Pero incluso cuando está en el horizonte una reforma constitucional, nadie propugna el remedio que democracias europeas con más solera que la nuestra aplican desde siempre: el voto obligatorio. ¿Por qué será?

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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