La derecha plural
EN SEPTIEMBRE DE 2003, Mariano Rajoy fue designado por Aznar para sucederle sin solución de continuidad al frente del Gobierno, no para desempeñar el papel de líder de la oposición. El libreto inicial le asignaba la tarea de administrar los asuntos cotidianos del Estado siguiendo las líneas ideológicas marcadas por su predecesor, que se atribuía la misión de vigilar el cumplimiento de su propio legado. Si la experiencia acumulada por Rajoy al frente de los ministerios de Administraciones Públicas, Educación e Interior y como vicepresidente avalaban su historial de gestor, los servicios prestados con lealtad ciega a José María Aznar en los momentos más difíciles de su mandato (desde la catástrofe del Prestige hasta la justificación de la guerra de Irak) y su falta de adscripción a un grupo concreto dentro del partido parecían acreditarle como el heredero idóneo, al estilo de los subsecretarios que suelen llegar a ministros como premio a una larga y disciplinada carrera administrativa en los regímenes burocráticos.
La distancia de las preferencias ciudadanas entre Zapatero y Rajoy de los sondeos es notablemente mayor que la diferencia de intención de voto existente entre socialistas y populares
Aunque la derrota del 14-M dio al traste con esos apacibles planes sucesorios, el XV Congreso del PP, celebrado en octubre de 2004, ratificó el liderazgo de Mariano Rajoy, elegido presidente del partido tras haber desempeñado durante los meses anteriores la secretaría general de la organización. El temor a cambiar la jefatura de la caravana durante la travesía del desierto, la falta de un candidato alternativo respaldado por amplia mayoría y el pesimismo sobre la posibilidad de regresar al poder en la siguiente legislatura explican una decisión adoptada seguramente con más resignación que entusiasmo. La distancia de las preferencias ciudadanas entre Zapatero y Rajoy registrada por los sondeos, notablemente mayor que la diferencia de intención de voto entre PSOE y PP, ha mermado la autoridad del nuevo presidente en beneficio de sus agazapados rivales.
Tal vez consciente de sus carencias en otros terrenos, Rajoy ha intentado afianzar en el Parlamento ese debilitado liderazgo; sus discursos no son tanto las intervenciones críticas de un jefe de la oposición como las despreciativas regañinas de un presidente del Gobierno en el exilio dirigidas al usurpador torpe e incompetente de su puesto. Sin embargo, la soledad parlamentaria de los populares muestra la escasa eficacia hacia el exterior de una oratoria hiperbólica cuyos objetivos son caldear hasta el paroxismo los ánimos de la clientela propia y proteger al líder del PP de las acusaciones de tibieza que los aspirantes a sustituirle fomentan con la muda complicidad de Aznar. La línea de actuación respecto a la teoría de la conspiración del 11-M es ilustrativa de la hipócrita y demagógica estrategia de los populares (tirar la piedra y esconder la mano), impropia de la oposición leal que los sistemas democráticos necesitan. Sin llegar a implicarse personalmente en la defensa activa de esa delirante tesis, Rajoy ha dado vía libre para que destacados dirigentes del PP alienten todo tipo de acusaciones, sospechas e insidias sobre las investigaciones policiales, el trabajo de la fiscalía y la instrucción judicial del atentado: la moraleja del cuento -concluye el PP- es que el Gobierno torpedea el funcionamiento del Estado de derecho y dirige desde la sombra las operaciones para impedir que los ciudadanos lleguen a saber la verdad sobre el atentado.
La hipótesis de que la crispación de la vida política creada por esa estrategia de la tensión podría romper en dos al PP pasa por alto la complicada textura de su base social y de su militancia. Los casilleros de la extrema derecha y de la derecha civilizada son insuficientes para clasificar a los casi diez millones de potenciales electores cuyas decisiones de voto están motivadas por intereses, ideas y sentimientos muy diversos (o por fobias sordas a los argumentos): el PP es de hecho la casa común de esa multiforme derecha plural. Y la profesionalización de la política cohesiona a los dirigentes de los partidos vacunándolos contra las escisiones: parece improbable, por ejemplo, que la estrella polar de Zaplana sea una meta ideológica y no la persecución instrumental del poder guiada por el principio de que todos los medios son lícitos para alcanzar ese único fin.
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