Occidente e islam
El terrorismo global es un flagelo que está poniendo en cuestión lo que queda del orden mundial (que aún perdura) y que, debido a su carácter imprevisible, nadie puede saber cuándo, cómo ni dónde ataca. El combate contra el terrorismo es, por lo tanto, un imperativo moral y político de capital importancia, que no puede ni debe ser descuidado por los Gobiernos responsables.
Con todo, no puede ser éste un combate ciego, en el que se corra el riesgo de fustigar a poblaciones inocentes o de recurrir a la utilización de medidas de seguridad excesivas que no duden en atentar contra las garantías de los ciudadanos, los derechos humanos y el derecho internacional. Porque, en ese caso, estaremos poniendo en cuestión los valores esenciales que cimientan nuestras sociedades democráticas y les confieren credibilidad política y autoridad moral. Estaremos, sin querer, siguiendo el juego del propio terrorismo.
La lucha contra el terrorismo no puede ser concebida como una "guerra" -y mucho menos como una "guerra preventiva"- entre Occidente y el islam. Porque la simplificación de los conceptos de Occidente e islam es reductiva, peligrosa y, en última instancia, falsa, en la medida en que no toma en consideración la complejidad de los valores que representan y nos conducen a cometer groseros errores (como ya ha ocurrido) y a deslizarnos, paulatinamente, casi sin que nos percatemos, hacia una guerra de tipo religioso, que significaría un retroceso de varios siglos en la historia de la civilización. Sería lo peor que podría sucedernos.
Es posible que algunos valores del llamado Occidente no sean tan universales como juzgábamos a finales del siglo pasado, tras el colapso del universo comunista. A pesar de todo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas, por unanimidad, en 1948, junto a las diversas cartas de derechos que la completaron en las décadas siguientes, sigue representando la mayor contribución jurídica y política para lo que Leopold Senghor llamaba la "civilización de lo universal".
La complejidad del islam, su muy excepcional historia y civilización, que tantas valiosas aportaciones ha dado al propio Occidente, antes y después de ese momento de convergencia y de diálogo histórico único que supuso Al-Andalus, la variedad irreductible de sus diferentes corrientes religiosas, aconsejan no confundir el islam con el fundamentalismo global ni tampoco con los llamados países árabes moderados, que, a pesar de ser aparentemente dóciles en relación a Occidente, no pasan de feroces dictaduras o de intolerables teocracias. Por lo demás, el fundamentalismo global no es exclusivo del Islam. Con mayor o menor violencia, no podemos olvidar los fundamentalismos cristiano, judaico o hindú, sólo para citar los más conocidos.
De lo que puede concluirse que el fundamentalismo global no tiene únicamente raíces religiosas, sino también geopolíticas y sociológicas que mucho tienen que ver con el subdesarrollo, con vastas zonas de desempleo, con el hambre, con la cultura de la violencia, que todos los días se insinúa en las televisiones del mundo entero, con la criminalidad internacional organizada y con la humillación, tan ostentosa, del capitalismo financiero y especulador y de los paraísos fiscales.
Por otro lado, Occidente no es hoy un todo compacto ni, mucho menos, homogéneo. La hegemonía de los Estados Unidos -autotitulado imperio benigno- bajo la Administración Bush, se halla en plena carrera hacia un desastre político, económico y sociológico de proporciones inimaginables. La Unión Europea, incapaz de definir una estratégica autónoma en relación con los Estados Unidos, peca por omisión e incapacidad de intervención, carente de un liderazgo con autoridad moral y verdadera dimensión política. Latinoamérica -o Iberoamérica- el tercer polo occidental, está hoy, en el contexto mundial, en acelerada transformación, indecisa entre un radicalismo de raíz populista (mestizo o indígena) y un reformismo moderado de molde más o menos socialdemócrata. Ojalá sean capaces de entenderse entre sí...
Pero el mundo es mucho más vasto que Occidente y el Islam y se halla también en rápido proceso de cambio. Los llamados países emergentes -China, India, Rusia, Brasil, Suráfrica, Indonesia- están al acecho del momento exacto que les ofrezca mejores oportunidades de afirmación. Es natural.
Sólo con una reforma de las Naciones Unidas, de gran calado, que pueda apostar por una especie de alineamiento mundial, podrían encararse -con posibilidades de éxito- los grandes desafíos mundiales: la paz, la eliminación del terrorismo, la erradicación de la pobreza, las amenazas ecológicas que afectan al Planeta, el establecimiento de una reordenación mundial que suponga para los pueblos de la Tierra mayor igualdad, mayor libertad y mayor solidaridad, en el marco de un mundo más justo y humano. El resto no será más que mera retórica, destinada al olvido en el mismo instante en el que los discursos sean pronunciados.
Mário Soares es ex presidente y ex primer ministro de Portugal. Traducción de Carlos Gumpert.
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