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Reportaje:

A bordo de 'la patera'

Cientos de inmigrantes luchan todos los días por ocupar un lugar en el autobús 151, uno de los más concurridos de Madrid

La mujer no tendrá más de sesenta años. Viste con una chaqueta de cuadros, luce un corte de pelo que parece esculpido y tiene ese aire altivo de señorona, algo asqueada de tener que compartir el autobús con una marabunta de inmigrantes. Muy quieta, agarrada a su bolso de piel como si le salvase de un naufragio, la señora espera en una cola de 200 personas la llegada del autocar 155, en el intercambiador de la plaza de Castilla.

En cuanto éste aparece, la apacible mujer se transforma. Sin soltar el bolso, comienza a tomar posiciones para no perder su puesto. A medida que la cola cruza la puerta torpemente, como un líquido denso en un embudo, la mujer empieza a dar codazos. Dos chicas jóvenes de Europa del Este se le cuelan en la cara sin que ella pueda hacer nada. La mujer jura en arameo. "¡Estaba yo, niñata, estaba yo!", grita antes de soltar un jalón a la coleta de una de las chicas.

"Apuesto por el transporte público, pero así no. Parecemos animales", dice Montse
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La escena ocurre a las 7.30 en la cola del 155, un autobús conocido por la batalla campal que suelen montar sus pasajeros cada vez que tratan de subirse y al que algunos empleados del Consorcio de Transportes han bautizado como la patera. "Porque va hasta arriba, claro, y porque la mayoría de ellos son inmigrantes", cuenta uno de los conductores.

Montse Salvat, de 45 años, coge todos los días el 155 para llegar al parque empresarial Minipark en el Soto de la Moraleja donde trabaja como consultora comercial desde hace unas semanas. La patera le saca de quicio. Por las broncas, por ser un cursillo avanzado de sardina en lata y por el trato que reciben los pasajeros todos los días. "Parecemos animales. Es increíble que en esta ciudad haya que ir así al trabajo. Yo he apostado por el transporte público, pero con esto me dan ganas de comprarme un coche", comenta.

La apuesta parece perdida en la patera desde las 7.00 hasta las 8.30 para la mayoría de sus pasajeros. Casi todos inmigrantes que trabajan en las caras urbanizaciones de la Moraleja, como empleadas del hogar ellas y como jardineros ellos. Y no es que les vaya lo de sudar por las mañanas. "Es que si llego tarde me echan. Y no está la cosa para andar jugando con el trabajo", explica un ecuatoriano que dice ser ya un experto en introducirse en el primer autobús que pilla.

El de las 8.20 es el peor. Los rezagados que entran a las nueve de la mañana en el tajo son muchos y las posibilidades de perderlo aumentan a esa hora. El siguiente tardará otros 20 minutos en llegar, así que hay que utilizar todos los medios para no quedarse fuera. Cuando se abren las dos puertas, la gente se agolpa con fuerza y comienzan los apretujones. "¡Venga, vamos a matarnos todos!", exclama un joven cuya mochila se ha quedado enganchada en el brazo de otra persona. "Deje de empujar, oiga, usted no va a entrar ya en éste. Coja el siguiente", dice otra mujer. Una de las jóvenes sale despedida como un payaso de muelle en una caja sorpresa cuando se cierran las puertas y una mujer de unos cincuenta años que no ha conseguido meterse termina por vomitar su enfado: "Ya he enviado tres cartas a la policía y no han hecho nada. Esto es una vergüenza. Tendrían que venir y pedir papeles, verás como me dejaban el autobús vacío".

"¿Lo ves?", dice Montse. "Es la leche que esto pase. Es jodido. Pero yo no me quejo de lo que hacen ellos. Lo que me molesta es que no pongan más autobuses. La Comunidad tiene que hacer algo", concluye.

Un inspector del intercambiador que marcha de un lado a otro dando gritos confiesa resignado su incapacidad para organizar una cola decente y cuenta que en ocasiones ha tenido que venir la policía para poner un poco de orden. "Se han llegado a producir peleas. Pero la policía viene un día, la gente se calma. Luego se van y al día siguiente ya la tenemos otra vez montada".

La patera es un autobús mágico. A veces es el 155, otras el B55. Unas veces va a Soto de la Moraleja, otras al Encinar. Y a veces se transforma en cuestión de segundos. Así que si uno no se da cuenta corre el riesgo de acabar a unos kilómetros más allá de su trabajo. Y luego a ver quién le cuenta a su jefe que el autobús cambia de número como le viene en gana. "Alguna vez me ha pasado. Como estaba a media altura en la cola. No pude ver que el autobús había cambiado el letrero. Y eso, que me tuve que bajar en cuanto me avisaron y volver a la plaza de Castilla a coger el bueno", cuenta Montse.

De todas formas, esta mujer, que tarda cada día dos horas en llegar desde su casa de Pueblo Nuevo a su puesto, dice que los jefes son bastante laxos con el horario. "La gente ya se sabe lo de este autobús, así que no suelen poner problemas si llego unos minutos tarde".

Dentro del 155 las cosas no son mejores y la sensación de desplazarse en un mal sueño para los que van de pie no termina hasta tres paradas después. Para Montse eso termina cuando llega al trabajo. Está deseando salir del autobús. Cuando llega, el parque empresarial Minipark le parece un lugar de descanso. Es una extensión de terreno llena de olivos y madroños donde el agua del estanque no se come el silencio y la tranquilidad que lo envuelve. "Fíjate qué bien se está en cuanto se baja uno del autobús. Es una balsa de aceite", dice Montse para describir su puesto de trabajo después de 20 minutos de lucha en la patera.

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