México, consolidar la legitimidad
El nuevo Gobierno de Felipe Calderón afrontará desafíos de cuya solución exitosa dependerá la homologación de la recién ganada legitimidad de origen con la todavía más compleja legitimidad de gestión. Para alcanzar ésta, se requiere de un audaz y profundo ejercicio de innovación política. La dificultad no deviene de una oposición activa y fortalecida. Las mayores resistencias provendrán de las inercias de un arreglo político anticuado y poco proclive a la cooperación entre poderes y órdenes de gobierno. La estructura presidencial no se ha reformado y prevalece una tradición que inhibe la participación social y deja en las autoridades la responsabilidad única del poder.
Es preciso trascender el periodo electoral; los comicios recientes muestran el costo de no haber continuado con el impulso reformador del pasado; mucho de lo que ahora se impugna -la debilidad del Instituto Federal Electoral y el intervencionismo presidencial y de terceros- pudo ser evitado. La ausencia de normas no invalida lo alcanzado, tampoco anula los resultados electorales pasados o recientes. La tarea es recuperar la capacidad de cambio a partir del nuevo equilibrio político que el voto democrático ha definido.
Es imperativo aceptar las nuevas expresiones del pluralismo democrático, aceptación que debe pasar por todos, aun cuando las condiciones de la contienda sean apreciadas insatisfactorias. En política se avanza a partir de la realidad. Mala conseja la que deviene del agravio. No se puede andar el futuro con la vista vuelta atrás.
¿Qué debe hacer quien ganó? ¿Declinar y conceder la razón de la ley y de los números frente a una opinable razón moral asumidamente superior por sus propios beneficiarios? ¿Construir una alianza que reduzca a su mínima expresión al adversario, como ocurrió con el FDN después de las elecciones de 1988? Ninguna de éstas. Más allá del derecho a gobernar de quien triunfó, y de construir las bases del consenso social o parlamentario en torno a su propio programa, es ineludible el acuerdo con todas las fuerzas políticas para hacer realidad el cambio que dé garantías a todos sobre comicios justos.
La reconciliación involucra a todos. También a los ciudadanos de a pie. Para ello es necesario reformar las instituciones, no sólo las electorales, sino también las que inciden en la calidad de gobierno. Los cambios deben dar lugar a reglas que ofrezcan comicios confiables y equitativos; también, para que quien gobierne tenga los medios y los instrumentos que le permitan cumplir con la responsabilidad que el voto determina.
La dimensión extra institucional de la reconciliación consumirá mucha energía y tiempo, estará salpicada de momentos miserables para quienes carezcan de piel dura y ánimo perseverante. Cualquier resultado será raquítico si no se afianza en la legitimidad de gestión de un Gobierno eficaz y sensible. La mejor reconciliación es un buen Gobierno, y éste se alcanzará mediante una nueva institucionalidad que reconcilie democracia y eficacia, responsabilidad y libertad, progreso y bienestar social.
Por ahora se requiere tener claridad sobre la transformación. Su propósito: la creación de incentivos que propicien la colaboración entre el Ejecutivo y el Legislativo. Lo que vale para aquél, debe valer para éste: transparencia, rendición de cuentas y posibilidad de contrapesos democráticos. Asimismo, en la ley deben definirse las fórmulas de solución para el desencuentro entre los poderes, sobre la base de una gobernabilidad democrática en un sistema presidencial.
Es necesario establecer un régimen eficaz de rendición de cuentas de los legisladores y la obligación del Congreso de dictaminar perentoriamente todas las iniciativas del presidente. Debe suprimirse el anonimato sobre el trabajo de los legisladores. El desconocimiento de la conducta de las fracciones parlamentarias favorece la impunidad por la vía de la inmunidad. La regulación del cabildeo y la determinación de los alcances de las actividades remuneradas de los legisladores son necesarias para salvaguardar la integridad del Poder Legislativo.
Los partidos deben someterse al orden democrático. Su privilegiado lugar en el juego electoral, parlamentario y político no se coteja con sus obligaciones. Sus dirigencias y candidatos deben estar sujetos también a un régimen efectivo de rendición de cuentas, de escrutinio institucional y social y de sanción. La certeza de derechos de los militantes de los partidos es la mejor base para modernizar y transformar a las organizaciones políticas y crear condiciones que favorezcan la responsabilidad y la libertad de los miembros de los partidos, especialmente los legisladores.
La presidencia es la institución eje del régimen de gobierno; el cambio democrático la ha acotado, pero no le ha dado eficacia. En el propósito de resolver el desencuentro con el Legislativo es un error el intento de parlamentarizar al Poder Ejecutivo, sólo conllevaría a debilitar aún más el reducido margen de maniobra del presidente. Debe fortalecerse la capacidad de la presidencia para conducir y dirigir al gabinete, así como para actuar ante el Poder Legislativo. Para ello debiera trasladarse a la presidencia la elaboración del proyecto de gasto público y la ley de ingresos, así como la negociación con la Cámara y el Congreso. Hay que prever los alcances del veto presidencial y la solución en el supuesto de que la aprobación en la materia no sea de satisfacción del Ejecutivo.
El proyecto de modernización de la presidencia debe incluir la comunicación personal e institucional del presidente, la creación de oficinas técnicas de apoyo al mandatario en materia de presupuesto, seguridad nacional y programas estratégicos del Estado mexicano.
La agenda es vasta y diversa. Su responsabilidad primaria, no única, descansa en el nuevo mandatario. Importa su contenido, al igual que la destreza para instrumentarla. Se trata de una tarea compartida con otros poderes, órdenes de gobierno y partidos políticos. Significativo que el consenso de inicio, más allá de las diferencias propias de la rica pluralidad, sea recuperar la capacidad de cambio.
Liébano Sáenz es autor de La presidencia moderna (Taurus, 2006). Este artículo se publicó también en El Universal de México.
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