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Columna
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Alas de papel

No creo mucho en las muertes anunciadas, detesto a los profetas y no me fío de sus malos augurios, de esas maldiciones apocalípticas que el tiempo, ajeno a las fatídicas y humanas predicciones, siempre desmiente, aplaza o modifica: el cine no acabó con el teatro, ni la televisión con el cine; el vídeo no mató a la estrella de la radio, ni la Red, ni el móvil de polimórficas prestaciones, enterrarán la tinta y el papel, la letra escrita del libro que se fija y de la prensa efímera que deja su huella honda en los archivos de la memoria.

El estadounidense Bill Gates, gurú y magnate de la moderna tecnología informática, pronosticó la extinción de los periódicos convencionales para el año 2010, y el tiempo, impredecible, insoslayable, desbarató, así parece, sus negras predicciones, que otro profeta, menos osado, dejó para 2045, año en el que, previsiblemente, nadie podrá pedirle cuentas.

Por el momento, la mayor amenaza para la supervivencia de los periódicos reside -no hay mejor cuña que la de la propia madera- en la proliferación de los diarios de difusión gratuita, financiados por la publicidad y condicionados por ella, periódicos de gran tirada, en el sentido más amplio del término, se hojean y se tiran, medios que no buscan lectores fieles sino clientes potenciales.

En una novela ingeniosa y premonitoria, El orden alfabético, el escritor Juan José Millás hablaba del día en el que desaparecieron los libros de las bibliotecas y los periódicos de los quioscos; más ligeros, los segundos eran los primeros en desvanecerse, los diarios abrían sus alas y emprendían el vuelo como aves migratorias hacia el país de nunca jamás.

Quizás en previsión de tan infaustos sucesos, la prensa periódica aparece desde entonces lastrada en los quioscos por objetos de más peso, enciclopedias, deuvedés, cedés, juegos de mesa, cualquier cosa que impida que se fuguen fácilmente los papeles impresos y los lectores insatisfechos. La prensa caza con reclamos y sus complementos compiten, sobre todo los domingos, por convertirse en la parte principal de los periódicos.

Los diarios históricos editados en Madrid Informaciones, Alcázar, Pueblo, Madrid, eran voceados antaño por los vendedores de la prensa vespertina en las calles de la urbe, mientras que la prensa matutina, encarnada por los rotativos Abc, Ya y Arriba, no precisaba voceadores, les bastaba su comparecencia en los quioscos.

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Resulta curioso recordar que cuando no había casi nada que decir, o mejor dicho, cuando no se podía hablar de casi nada de lo que sucedía a nuestro alrededor, los diarios, aunque domesticados, amordazados y encadenados con fuertes eslabones al poder excelentísimo y omnímodo, se multiplicaban: en Madrid y Barcelona pasaban de la media docena y en casi todas las capitales de provincia circulaban, uno, o dos, según su población.

Los diarios de la tarde fueron los primeros en volar, eran también más ligeros que los matutinos.

Luego, con la libertad recién estrenada después del proceso de transición tras la muerte del general, surgieron nuevos y mejores periódicos; la amenaza de Internet, gran depredadora de sus páginas, y la eclosión de los diarios gratuitos aún no se vislumbraban en el horizonte de la prensa de papel.

Pero los diarios tienen sus armas para combatir la crisis, la prensa, la buena prensa, puede ser hoy un imprescindible lugar de encuentro donde se den cita el análisis riguroso, la reflexión serena y el debate razonado, un remanso de paz en el ojo del huracán mediático de este tiempo con sus frivolidades y sus escándalos, alborotado foro en el que calumnistas y quintacolumistas, manipulan, desinforman y torpedean las bases del sistema democrático y de la pacífica convivencia, al menos coexistencia, entre ciudadanos de diferentes tendencias y opiniones.

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