México, la transición fallida
El aparato de legitimación que ha empleado el Gobierno mexicano para convencer a la opinión pública internacional de que la elección presidencial del 2 de julio fue legal, parece funcionar como en los tiempos del PRI. El argumento explícito es fácil: el conteo del Instituto Federal Electoral favoreció a Felipe Calderón y el fallo del Tribunal Electoral lo confirmó, declarándolo presidente electo. Supuesto que este último es inatacable e inapelable, la historia se acabó y todos tendrán que tratar con un nuevo Gobierno del PAN.
La lógica que sustenta al anterior silogismo es en apariencia irrefutable: después de siete décadas de dominación de un partido hegemónico, México inició una lenta transición que desembocó en un sistema electoral confiable. La alternancia en los cargos públicos, el pluralismo político y el equilibrio de poderes son hechos indiscutibles. Por tanto, la democracia se ha consolidado.
Esta visión simplista del acontecer nacional resulta cómoda para los gobiernos, organismos internacionales, inversionistas y financieros ávidos de relacionarse con las autoridades mexicanas. Ésa fue la experiencia que personalmente viví en mis recorridos por Europa, Estados Unidos y América Latina después de las elecciones en las que despojaron a Cuauhtémoc Cárdenas de su victoria electoral. En aquella ocasión, los arreglos posteriores del candidato confirmaron por desgracia la propaganda gubernamental.
Sorprende e inquieta ahora a nuestros interlocutores que Andrés Manuel López Obrador, la Coalición por el Bien de Todos y sus millones de seguidores hayamos decidido refutar la validez del proceso electoral y exigir el respeto al sufragio ciudadano. Preocupa todavía más la dicotomía establecida por la Convención Nacional Democrática a través del rechazo a la imposición de un presidente espurio -aunque oficialmente ungido- y el reconocimiento de un presidente realmente elegido por los mexicanos y, en esa virtud, legítimo.
Los Estados que tienen mayores intereses en México han ofrecido su concurso para apuntalar a un Gobierno que, en caso de instalarse, sería todavía más débil que el actual. Después le pasarán la factura del reconocimiento. Con aparente optimismo dejan para más tarde el análisis del problema que les presentaría un esquema de ingobernabilidad o la eventual instalación de un Gobierno represivo en México.
Los poderes económicos internos, que ya habían desatado su furia contra el candidato de la izquierda -al punto que la publicidad que costearon fue declarada ilegal por el Tribunal Electoral- ahora exigen su linchamiento. Las grandes cadenas de radio y televisión se han exhibido como sicarios de la derecha. Los consorcios monopólicos y los poderes fácticos se aprestan a proseguir el estrangulamiento de las instituciones públicas. Mientras tanto, la concentración afrentosa del ingreso, la inconformidad social y la violencia creciente preparan el advenimiento de un estado de excepción.
Extraña por ello la actitud de intelectuales biempensantes, prontos para aceptar la versión del Gobierno y proclives a condenar la rebeldía de la oposición. Se da el caso de una inesperada coincidencia ideológica entre mis amigos Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. El primero ridiculiza con ligereza la defensa del derecho ciudadano e ignora que, en materia electoral, ésta no es la región más transparente. El segundo llama corrido melodramático a la respuesta de la Coalición, sin mirar que las gestas de nuestra historia han sido consagradas por ese género musical. Desconocen ambos una evidencia: que la derecha ha inventado una dictadura más perfecta que la del PRI.
La mayor parte de las voces socialdemócratas nos invitan a la moderación y al desarrollo de una izquierda "sensata" capaz de negociar con los poderes dominantes. Asumen que la transición mexicana está en curso y no juzgan relevantes las anomalías del proceso. Desestiman que la intervención descarada del Gobierno de Vicente Fox en las elecciones, la entronización abusiva del dinero, la cooptación de los funcionarios electorales y las campañas de difamación dirigidas desde el extranjero, dejaron claro el proyecto de eliminar a la izquierda como opción nacional.
La decisión sobre el futuro inmediato de México está ya tomada por las fuerzas conservadoras, nacionales y extranjeras, como lo estuvo en 1988 cuando la imposición de Carlos Salinas. Entonces se trataba de implantar el más feroz de los neoliberalismos y, ahora, de rescatar los escombros del Consenso de Washington y prolongar su vigencia en nuestro país por una generación más. Así lo expresan sin rubor los heraldos del nuevo régimen.
Se trata de una decisión estratégica para la región, a la que seguirán añadiendo apoyos sucesivos a fin de hacerla perdurable. El propósito es fincar un cerco político, paralelo al muro que ya plantaron para detener las oleadas de migrantes mexicanos. Es el refrendo de una añeja doctrina, según la cual la "zona de seguridad doméstica" de Estados Unidos terminaría en Panamá, y hacia el sur podrían funcionar "autonomías periféricas", a condición de no agredir frontalmente sus intereses. Es además notorio el plan de ocupar políticamente el mayor número posible de los países petroleros y de amenazar a los regímenes que son hostiles a su proyecto global.
Algunos autores han hablado de "democracia colonial". La explican como el diseño político complementario de una internacionalización desequilibrada. Habida cuenta del debilitamiento de las instituciones políticas de los países en desarrollo, por efecto de las privatizaciones y de la apertura económica, resulta indispensable para el diseño globalizador crear sistemas de contención política, encubiertos por ropajes democráticos, pero altamente dependientes de los poderes económicos.
Tal pretensión puede tornarse utópica frente al fantasma de la ingobernabilidad que vuelve inviables a los Estados nacionales de los países en desarrollo. La verdadera solución al dilema de América Latina corre en un sentido inverso: la búsqueda de soluciones innovadoras capaces de combatir la desigualdad, reconstruir las instituciones públicas y encontrar un espacio colectivo en la comunidad internacional. Para México, todo ello sería inasequible si aceptamos la usurpación.
Ningún sentido tendría para los demócratas mexicanos caer en el señuelo de la victoria diferida. Si admitiéramos la hipótesis de la larga marcha de una izquierda doblegada, habríamos caído en la complicidad y renunciado a nuestro deber primordial: la autodeterminación del pueblo mexicano y el respeto a la soberanía expresada en las urnas.
Es indispensable un nuevo consenso nacional para el desarrollo; nadie lo duda. Urge el rescate de los valores laicos e igualitarios de la República; ello es innegable. Podríamos coincidir en que la transición mexicana debe culminar en un nuevo andamiaje constitucional. Pero ello es solamente posible mediante el respeto al sufragio público. De otro modo, la transición fallida terminaría en un Estado fallido.
Porfirio Muñoz Ledo es diplomático mexicano.
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