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Columna
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Blair, hombre de Estado

Cuestiones de carácter aparte, la principal diferencia entre Tony Blair y su presunto eterno heredero, Gordon Brown, es que el todavía primer ministro es un estadista mientras que el canciller del Exchequer no pasará de ser, aunque consiga llegar al 10 de Downing Street, un simple político. Ya lo dijo Harry Truman hace 60 años. La diferencia entre un político y un estadista es que el primero piensa en la próxima elección y el segundo, en la próxima generación. Se ha visto en las intervenciones de ambos en el congreso anual del laborismo esta semana en Manchester. Brown ha esbozado, sólo esbozado, su programa para ganar la próxima confrontación electoral frente a un crecido partido conservador bajo el liderazgo del nuevo líder tory, David Cameron, mientras que Blair ha apelado a las nuevas generaciones con un planteamiento global de la política, acorde con los tiempos de globalización imparable que vive el mundo. El Reino Unido se enfrentaba a problemas nacionales en 1997 cuando ganamos por primera vez las elecciones, recordó Blair. Ahora, los problemas son globales. En el mundo actual, no tiene sentido replegarse, como la ostra, en las conchas nacionales, sino que los países que aspiren a contar en el mundo deben abrirse y tomar decisiones, muchas veces difíciles, pero necesarias. Una alusión clarísima a los compromisos adoptados por el Reino Unido, bajo su mandato, en Irak y Afganistán. El pueblo británico puede perdonar una decisión errónea, otra alusión a Irak, pero lo que nunca perdona es que no se tomen decisiones.

Hay frases que definen a un político y oyendo por televisión en directo su intervención en Manchester, me acordé de una frase que Blair pronunció en Jerusalén durante su reciente visita a Oriente Próximo cuando un periodista israelí le preguntó sobre el efecto de la guerra de Irak en su caída de popularidad en las encuestas. "Mis convicciones no son negociables", fue su rotunda respuesta. Porque eso es lo que Blair ha sido a lo largo de su carrera política: un hombre de profundas convicciones. No ha gobernado pendiente de los sondeos, sino de lo que le dictaba su conciencia. Lo demostró una vez más el martes al referirse a Irak y Afganistán. Una retirada ahora de esos países equivaldría a "un acto de cobardía, que pondría en grave peligro nuestra seguridad futura". Una postura, por cierto, compartida por Brown el día anterior cuando afirmó que el Reino Unido "no regatearía esfuerzos ni medios" para conseguir la victoria en esos dos frentes. Si alguien alberga esperanzas de una ruptura del vínculo transatlántico en un eventual liderazgo de Brown puede esperar sentado. El canciller del Exchequer es un atlantista practicante, cuya admiración por EE UU le lleva hasta disfrutar sus vacaciones en aquel país. Mientras que sus convicciones europeas son manifiestamente mejorables. No hay peor calvario para Brown que asistir a las, para él, infructuosas e interminables reuniones de Bruselas. Fue el canciller quien se opuso, y triunfó en su empeño, a las pretensiones de Blair de incorporar la libra al sistema monetario europeo. Y su discurso del lunes no incluyó una sola mención a Europa.

La capacidad de liderazgo de Blair y la brillantez de su oratoria, que le han convertido en el mayor activo del partido en los últimos 10 años, se pusieron una vez más de manifiesto durante su intervención de Manchester. No era un discurso, ni una situación fáciles. Junto a ardientes partidarios del New Labour, se encontraban los representantes del viejo laborismo, que siempre consideraron a Blair como un desviacionista, y los sindicalistas, algunos de los cuales le habían abucheado una semana antes en el congreso de los Trade Unions. Entre otras cosas, tenía que hablar de Brown, pero sin ungirlo totalmente. Una hábil frase, colada en medio del discurso, le sacó del apuro. "Es un hombre notable y un servidor del Estado, sin cuya colaboración nuestras tres victorias no se habrían conseguido". El resultado fue un triunfo total. Siete minutos y medio de ovación, -una verdadera marca para este tipo de congresos-, con los delegados puestos en pie, al final de un discurso de una hora, interrumpido continuamente por unos aplausos incesantes, que obligaron a Blair a salir a saludar, como una Callas cualquiera, después de haber hecho mutis por el foro. Churchill acuñó la célebre frase de "Gran Bretaña en su mejor hora" para definir el espíritu británico tras los bombardeos nazis. Sin duda, Manchester proporcionó a Blair his finest hour (su mejor hora).

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