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Columna
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El tango y el fuego sin fin

Un antiguo compañero de carrera se ha aficionado precipitadamente al tango y no sería esto lo más destacable sin agregar que ha convertido este baile en el centro definitivo de su existir. Antes del baile toleraba una existencia sin sobresaltos. Hoy la ilusión ha ido afianzándose como un motivo incandescente que le induce a soñar. De ningún modo fue capaz de presumir el ascenso vivencial que supone haber alcanzado tras acceder al tango, su rollo o su filosofía.

No la filosofía de una u otra pieza ni tampoco la de un repertorio infinito de sus músicas y textos sino la cosmología general que recrean, desde el amor al dolor, la lujuria y la intriga, la desolación o el deseo, erigido a su máxima cima. ¿Una exageración?

No fue desde luego la primera semana cuando percibió mi amigo el portentoso caudal interior que le proporcionaría la experiencia. Fue atraído a una escuela de tangos sin apenas recomendación, próxima al trabajo, y en busca de satisfacer su gusto por el baile que tanto su dedicación profesional como su matrimonio había reducido prácticamente a cenizas.

Al cabo de las primeras clases, el aprendizaje empezó a dar de sí. Dio de sí lo esperable y lo inesperado, las lecciones pagadas y el impagable regalo de una fáustica adicción. Pero además, o siendo lo mismo, una adicción erótica sin posible equivalencia y segregada desde aquel espacio modesto y escueto donde el desempeño del ejercicio actuaba tanto como forma de instrucción y como modelos de seducción. Por encima y al compás de los pasos tangibles se desarrollaban torcidas historias del corazón, perversiones imaginarias o no conjuradas, todo en el seno de melodías que se quebraban sin romperse del todo, fulguraban en la oscuridad o inauguraban un argumento de siglos.

Se entenderá -debía entender yo- que la asistencia a la escuela fuera convirtiéndose en una aventura irrenunciable, tan insólita como encimada sobre las regulaciones funcionales de la jornada laboral y social.

Desde el local donde aprendía el baile hasta el domicilio conyugal planeaba un espacio tan insípido como exento de significación, tan deslucido que no merecía tenerse en consideración. La totalidad de la consideración fue concentrándose en la sabrosa degustación de las lecciones de baile y, a continuación, fue extendiéndose sobre una docena de salas a la que acuden los viernes y sábados enamorados de la misma condición. Gentes de fuerte y grave articulación, dispuestos a compartir la dependencia compleja y desdeñar tanto la simpleza como la ofuscación.

Adjunto a los pliegues de la vida, el tango nunca se mezcla absolutamente con ellos. Tal como son los amagos en la danza, la ínfima distancia exacta es la clave de su adicción. Calculando ese ínfimo intervalo de manera que surja la energía de tensión precisa y propicia para el perverso relente de níquel.

¿Puede compartirse esta aquilatada obsesión? Únicamente al lado de otro tanguista que compensa el peso colosal de la asimetría y reinterpreta, como en una balanza ancestral, el juego del cortejo entre el hombre y la mujer, esencia donde se reproduce una constelación de infinitas batallas.

Con esto, había de sobra para despertar, trabajar anónimamente y sostener sin rutina las mortuorias repeticiones, declara mi amigo. La obsesión por algo y tanto más cuando ese objeto se desplaza, alienta, suspira, nos niega y nos exalta después, refleja el supremo valor de vivir. En tanto nos apegamos a una nueva obsesión nos protegemos contra nuestra obsolescencia.

Pero todavía más, en tanto nos acercamos sin contacto al objeto de deseo paralizamos la muerte. El intervalo insalvable, la imantación sin satisfacer, crea un nexo fatal donde las carnes no vienen a deshacerse y ni siquiera a contagiarse sino que el filo entre ellas crea una iridiscencia inmortal. Una línea de fuego invisible que nunca se apaga - dice mi amigo- y que arde o se yergue mientras permanece sonando el bandoneón.

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