_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El tango y el fuego sin fin

Un antiguo compañero de carrera se ha aficionado precipitadamente al tango y no sería esto lo más destacable sin agregar que ha convertido este baile en el centro definitivo de su existir. Antes del baile toleraba una existencia sin sobresaltos. Hoy la ilusión ha ido afianzándose como un motivo incandescente que le induce a soñar. De ningún modo fue capaz de presumir el ascenso vivencial que supone haber alcanzado tras acceder al tango, su rollo o su filosofía.

No la filosofía de una u otra pieza ni tampoco la de un repertorio infinito de sus músicas y textos sino la cosmología general que recrean, desde el amor al dolor, la lujuria y la intriga, la desolación o el deseo, erigido a su máxima cima. ¿Una exageración?

No fue desde luego la primera semana cuando percibió mi amigo el portentoso caudal interior que le proporcionaría la experiencia. Fue atraído a una escuela de tangos sin apenas recomendación, próxima al trabajo, y en busca de satisfacer su gusto por el baile que tanto su dedicación profesional como su matrimonio había reducido prácticamente a cenizas.

Al cabo de las primeras clases, el aprendizaje empezó a dar de sí. Dio de sí lo esperable y lo inesperado, las lecciones pagadas y el impagable regalo de una fáustica adicción. Pero además, o siendo lo mismo, una adicción erótica sin posible equivalencia y segregada desde aquel espacio modesto y escueto donde el desempeño del ejercicio actuaba tanto como forma de instrucción y como modelos de seducción. Por encima y al compás de los pasos tangibles se desarrollaban torcidas historias del corazón, perversiones imaginarias o no conjuradas, todo en el seno de melodías que se quebraban sin romperse del todo, fulguraban en la oscuridad o inauguraban un argumento de siglos.

Se entenderá -debía entender yo- que la asistencia a la escuela fuera convirtiéndose en una aventura irrenunciable, tan insólita como encimada sobre las regulaciones funcionales de la jornada laboral y social.

Desde el local donde aprendía el baile hasta el domicilio conyugal planeaba un espacio tan insípido como exento de significación, tan deslucido que no merecía tenerse en consideración. La totalidad de la consideración fue concentrándose en la sabrosa degustación de las lecciones de baile y, a continuación, fue extendiéndose sobre una docena de salas a la que acuden los viernes y sábados enamorados de la misma condición. Gentes de fuerte y grave articulación, dispuestos a compartir la dependencia compleja y desdeñar tanto la simpleza como la ofuscación.

Adjunto a los pliegues de la vida, el tango nunca se mezcla absolutamente con ellos. Tal como son los amagos en la danza, la ínfima distancia exacta es la clave de su adicción. Calculando ese ínfimo intervalo de manera que surja la energía de tensión precisa y propicia para el perverso relente de níquel.

¿Puede compartirse esta aquilatada obsesión? Únicamente al lado de otro tanguista que compensa el peso colosal de la asimetría y reinterpreta, como en una balanza ancestral, el juego del cortejo entre el hombre y la mujer, esencia donde se reproduce una constelación de infinitas batallas.

Con esto, había de sobra para despertar, trabajar anónimamente y sostener sin rutina las mortuorias repeticiones, declara mi amigo. La obsesión por algo y tanto más cuando ese objeto se desplaza, alienta, suspira, nos niega y nos exalta después, refleja el supremo valor de vivir. En tanto nos apegamos a una nueva obsesión nos protegemos contra nuestra obsolescencia.

Pero todavía más, en tanto nos acercamos sin contacto al objeto de deseo paralizamos la muerte. El intervalo insalvable, la imantación sin satisfacer, crea un nexo fatal donde las carnes no vienen a deshacerse y ni siquiera a contagiarse sino que el filo entre ellas crea una iridiscencia inmortal. Una línea de fuego invisible que nunca se apaga - dice mi amigo- y que arde o se yergue mientras permanece sonando el bandoneón.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_