Desánimo entre los pesimistas
La reunión anual del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial celebrada esta semana en Singapur ha servido para ratificar que, poco a poco, sin alegrías, el desánimo cunde entre los pesimistas. Tras muchos trimestres, erre que erre, insistiendo en los peligros de los desequilibrios globales, los desafíos geo-estratégicos, las sucesivas "burbujas" bursátiles, inmobiliarias y de materias primas, la gripe aviar o el estrepitoso fracaso de la Ronda Doha de liberalización comercial, los agoreros se han tenido que tragar el sapo: ya es oficial, estamos ante el mejor momento de la economía mundial en treinta años. Y el FMI nos dice que si no nos despistamos, y colaboramos entre todos, es bastante probable que la situación pueda prolongarse durante un buen tiempo.
"A lo mejor estamos en el umbral de una nueva era en la que será inimaginable que alguien pretenda poseer todas las respuestas y soluciones"
Tenemos un buen crecimiento, una baja inflación, mucho comercio, intensos flujos de inversión entre países y mejoras en los niveles de renta de millones de personas que viven en los países emergentes de éxito.
Junto a estos activos están las debilidades estructurales, como la asimetría en el reparto de los beneficios de la globalización o la sostenibilidad medioambiental del crecimiento, y luego, los nubarrones más macroeconómicos: el resurgir de las expectativas de inflación, el masivo endeudamiento neto de Estados Unidos, el precio del petróleo o las potenciales consecuencias de las también crecientes tentaciones proteccionistas, clientelistas y nacionalistas.
Nada muy novedoso. Llevamos conviviendo con este panorama tantos años que el FMI, correctamente, se alarma ante el riesgo de que cuando venga el lobo de la crisis los gobernantes no se den cuenta a tiempo de lo que se les viene encima. Como diría un argentino, aunque sea un aviso del FMI es bastante razonable.
Pese al ruido mediático y académico, en mi opinión, el mayor riesgo al que se enfrenta la economía mundial es el "intelectual": la incapacidad para comprender que la irrupción de Brasil, México, India, China, Rusia y otras economías emergentes en la escena mundial ha cambiado la dimensión de los problemas y la eficiencia de las recetas tradicionales para resolverlos.
Tomen el tema estrella del "riesgo" que para la economía mundial presuntamente implica el desequilibrio de la balanza corriente norteamericana. Pues bien, la frontera del déficit corriente supuestamente "infranqueable" ha sido sistemática y silenciosamente desplazada trimestre tras trimestre. Los mercados han aplazado la crisis del dólar una y otra vez, al igual que se han mostrado refractarios a la idea de que la subida de tipos de la FED debía reflejarse en mayores tipos de interés a largo plazo, máxime teniendo en cuenta la acumulación de deuda interna y externa del soberano. La inflación mundial sigue por debajo del 3% pese a que el precio del barril de petróleo haya rondado durante meses los 70 dólares y los precios de las materias primas se hayan multiplicado por dos desde el año 2003. Y Wall Street ha saludado las 17 subidas continuadas de los tipos de interés federales recetadas por Greenspan y Bernanke con una revalorización del 16% del S&P 500. Un reto en toda la línea a lo que eran las "certezas" básicas de hace unos años.
¿Paradojas "temporales" de la modernidad? Quizá. O no. A lo mejor estamos en el umbral de una nueva era en la que resultará inimaginable que alguien pretenda poseer todas las respuestas y todas la soluciones.
Ciertas dosis de humildad intelectual no les vendrían mal a algunos. Confesar que no entendemos al 100% las consecuencias últimas de cómo está cambiando el mundo quizá no sea muy elegante o tranquilizador, pero tiene la ventaja de que te permite no hundirte en la depresión que produce la tragedia incumplida. Es verdad que el fracaso tiene un gran prestigio que no conviene desdeñar, pero se vive más tranquilo siendo moderadamente optimista. O escéptico.
Y en el entretanto, como dice el Fondo Monetario Internacional, a no descuidarse, no sea que la prosperidad se evapore y una mañana nos desayunemos con los ministros de Hacienda hablando de ajustes en lugar de prometiendo más eficiencia en el gasto y una nueva vuelta de tuerca de la reforma del Estado.
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