Alatriste
Hay actores que trabajan con el gesto: el pliegue de los ojos de Robert Mitchum mientras apura la última calada de un cigarrillo; la voz de Bogart y el tic de su mano acariciando el lóbulo de la oreja para acompañar una reflexión... Viggo Mortensen, en cambio, es del todo expresivo sólo con su manera de andar.
Los buenos actores saben que al elegir un gesto están en realidad eligiendo un destino. Lo sabía Fletcher Christian cuando desenvainó su sable proclamando la rebelión a bordo de la Bounty, lo sabían también aquel marinero borracho y aquella misionera puritana y flaca al hacer sabotaje por el honor de Inglaterra en una chalupa destartalada llamada La Reina de África; lo sabía el cínico Rhett Butler batiéndose junto al ejército confederado en la noche rojiza de los incendios de Atlanta. Y lo sabe sobre todo el capitán Alatriste cuando afronta la última batalla que hay que perder con rabia y desencanto y una indiscutible elegancia de corazón.
Si tuviera que escoger una secuencia de la película, no elegiría el final a pesar de su fuerza dramática, ni tampoco el momento en que unos hombres con el agua al cuello avanzan entre niebla por el infierno de Flandes. Pero hay una escena que me ha conmovido por lo que tiene de orgullo templado a contradiós y de reconcentrada dignidad personal. Me refiero al momento en que Alatriste se presenta ante el conde-duque con las viejas botas destrozadas y un pliegue de desdén en la comisura de los labios. La cámara lo sigue a través del salón. El modo de andar es lento, pero firme, desafiante, con un levísimo giro de cadera que delata arrogancia y tensión a partes iguales. El mejor cine es aquel capaz de conseguir que nos acordemos hasta de cómo caminan unos tipos que a veces ni siquiera comprendemos.
Los héroes que nos gustan vienen siempre acompañados del olor inconfundible a los cines de barrio. Puede que tengan los ojos de Marlon Brando o de Viggo Mortensen, pero en realidad tienen nuestra propia mirada antes de que la ensombreciera la edad adulta, y por eso vuelven a sorprendernos cuando menos lo esperamos con el trallazo de una estocada adolescente.
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