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Cabalgando el desorden

En la sociedad de masas occidental el deseo imperante es ser protagonista. Quizá se deba a que la propia masa tiene conciencia de su carácter de tal y, a pesar de ello, aspira a la individualización, pero su concepción de lo individual es ser estrella, ser protagonista. En cuanto al modo de lograrlo, es sumamente coherente consigo misma: el éxito social, el que individualiza, ha de corresponder al reconocimiento masivo, de ahí la necesidad de ser protagonista ante la mayor cantidad de gente posible. Todo lo que importa sucede, pues, de cara al exterior.

Lo que no existe es una adecuación entre lo interior (la vida propia) y lo exterior (la vida de los demás), sino una perfecta confusión entre ambas. Tomemos un ejemplo extremo: el ganador de la primera convocatoria de un conocido reality show televisivo, a la pregunta de "Y ahora que es usted famoso ¿qué piensa hacer con su vida?", vino a contestar: "Bueno, ahora vamos a ver para qué sirvo". La adecuación entre fama y contenido venía siendo hasta ese momento inversa: debido a los méritos adquiridos personalmente y a título individual, una persona conseguía notoriedad al hacerse éstos públicos y reconocidos gracias a su dedicación profesional.

A una sociedad como la española, en la que es mucho más importante y apreciado conseguir algo por la cara que por el conocimiento, el concepto actual de fama le viene como anillo al dedo. También le ayuda a entender a su modo la democracia, convirtiendo este sistema en ese marco social ideal en el que cualquiera puede llegar a lo más alto sin fundamento y en el que todas las opiniones son de igual valor puesto que quien las emite es un ser humano con derecho a voto y sólo por esa razón. En fin, la conclusión que se deriva de ello es la de que si todos somos iguales, todos valemos lo mismo.

No es lo mismo votar que opinar, sobre todo porque esta última actividad exige un criterio en el que fundarse, un criterio que ha de provenir necesariamente, para tener entidad de tal, del conocimiento, mientras que en la primera basta con la intención. La democracia no iguala sino que tiende a corregir desigualdades, y ésa es su principal virtud. El principal pecado de la sociedad de masas es el de contemplarse a sí misma como única fuente de referencia, lo cual la convierte en juez y parte de todo hecho o acto social, y el resultado es el desorden previsible de una sociedad irreflexiva.

Porque la sociedad de masas no es una referencia sino un puchero donde hierve todo. Precisamente en ese caldo es donde la tecnología le proporciona un arma que se opone a la ciencia y al conocimiento. Si investigamos un poco el espacio Internet, un invento asombroso lleno de posibilidades extraordinarias para el desarrollo humano, nos daremos cuenta de que nos hallamos en esa situación inicial de toda nueva forma de vida: que comienza en el caos y en él se mantiene hasta que logra crear un orden. Pero sucede que, en pleno caos, un alumno puede contestar tranquilamente a su profesor cuando éste le hace ver un error de información: "Pues viene en Internet". Lo mismo que hay gente para la que es de ley una información proveniente de la televisión ("Lo ha dicho la televisión", argumentan) hay mucha más gente para la que Internet es la fuente de toda certeza.

No se trata, claro está, de añorar las enciclopedias, porque la informática y sus aplicaciones las superarán y perfeccionarán, sino de tomar conciencia de lo que hay detrás de ellas, de lo que las sustenta: el saber. El prestigio de una enciclopedia procede de la voluntad de ordenar el saber y del grado de conocimiento de sus colaboradores. El espacio Internet, por el contrario, es hoy día una amalgama de arbitrariedades sin cuento. Dejando a un lado la desesperante y monótona oferta sexual virtual y el mero exhibicionismo de cientos de miles de almas simples, el usuario navega en un mar de confusión por el que sólo puede guiarle con alguna certidumbre su propia y previa formación personal, porque la falta de referencias que le permitan elegir una información solvente es impresionante y, de momento, promete serlo aún más gracias al desorden generalizado y, en muchos casos, intencionado.

Nada más lejos de mi ánimo que anatemizar el invento informático. Todo lo contrario: su presencia no es sino el comienzo de un mundo por venir que promete cambios extraordinarios. Lo que me interesa ahora del estado de caos es, en sentido positivo, los nuevos modos de pensamiento y expresión que va a generar (y que ya se están formando) y, de otro, en sentido negativo, lo que tiene de representación de esa ceremonia de la confusión y de indiferencia que es, hoy por hoy, la sociedad de masas.

Lo contrario del esfuerzo es lo gratuito. La sociedad de masas está organizada para crear espejos individuales de sí misma, de manera que se retroalimente en ellos. En los tiempos antiguos, los héroes eran, ante todo, personajes ejemplares; su misión era mostrar normas de conducta y comportamiento a su sociedad para enfrentar las dificultades de la existencia. Los héroes de la sociedad de masa son también ejemplares, pero, como corresponde a tal sociedad, su misión no es enseñar a afrontar dificultades sino a esconderse de ellas; su misión no es despertar los sueños sino adormilar las conciencias. Hoy día lo que exige un espectador de un programa-concurso es que lo gane alguien que sea como él porque de ese modo alimenta su satisfacción o, por decirlo más perversamente, se atrinchera en su nadería. Hoy día quien debe triunfar en televisión es un simple que contente a los cientos de miles de insustanciales que jamás dejarán de ser lo que son; los mismos sinsustancias que acabarán colgando sus simplezas en Internet para que accedan a ellas otros como ellos. Este sistema de retroalimentación de la estupidez es un mecanismo casi perfecto.

Casi perfecto porque, por debajo de cualquier miseria, el espíritu humano es capaz de levantar cabeza, como las historias, desde las viejas hasta las modernas, nos vienen contando desde que la necesidad imaginó un relato que contar a los demás cuyo verdadero impulso fuera el de ayudar, y ayudarse, a entender la vida, a compartir el dolor, a transmitir el amor, a preguntarse por el sentido de los acontecimientos y de los sucesos extraordinarios e incomprensibles de la existencia, etcétera. Pero ahora nos encontramos en ese caos que precede al orden y muchos se rasgan las vestiduras y muchos más se sumergen en él de cabeza sin saber nadar. ¿Cómo buscar la verdad en ese espacio inmenso y nuevo? No se sabe, pero hay un referente: la diferencia entre ciencia y tecnología. La tecnología sólo proporciona aparatos que no pretenden sustituir al saber, pero que son masivamente usados como sustitutos del saber. Es el nuevo culto idolátrico de la sociedad actual. La masa no tiende al conocimiento sino a la idolatría. El saber, la ciencia, es la que ha creado la tecnología. Confiaremos pues, una vez más, en los creadores para salir del caos. Allí donde se encuentra el saber, en cualquier de sus formas, está el sentido.

José María Guelbenzu es escritor.

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